LLEVABA un vestido verde con puntos negros en círculos reiterados que recorrían de arriba a abajo toda su geografía.
La primera vez que nos topamos pasó con su carrito a una velocidad moderada y necesaria para cuando hay un alto tránsito de compradores. Reconozco que en este primer encuentro no me impresionó, aunque me llamó la atención que se rebelara contra las modas femeninas y usara un vestido, en contra de los jeans y las “t-shirts” de marca.
Seguí entonces con mi plan y me moví al lado de las frutas y las verduras y de pronto pasó ella de nuevo: contorneaba su cuerpo sin proponérselo y fue cuando descubrí sus piernas jóvenes y firmes, y empecé, por lo tanto, a demorarme en la escogencia de las uvas, de la papayas y de las manzanas.
Pasé con alguna demora a las verduras y mientras observaba los ayotes la vi de reojo y me sorprendió su cara joven, que no parecería encajar en una mujer que hacía poco, pensé, había alcanzado sus 33 años.
Aquellas piernas hubieran sido muy celebradas por el maestro Enrique Jardiel Poncela, quien se hubiera olvidado por un instante de sus misoginias quevedianas, y, estoy seguro, habría sacado varias greguerías de su chistera para homenajearla aunque fuera en voz baja y sin que nadie lo advirtiera.
Dada la situación circulé como correspondía a las carnes, en busca de un pollo para esas sopas nocturnas de verduras escasas, y para mi sorpresa ella pasó cerca de nuevo en pos de los pescados. A esta altura ya no sabía qué me había impresionado más: si sus piernas sólidas como torres o su vestido verde de puntos negros, cuyos círculos parecían girar en una atmósfera que rompía con lo cotidiano y absurdo del súper.
Confieso que apresuré la marcha para coincidir con ella en “los pescados” y ahí pude mirar el anillo que llevaba en ambas manos con la esperanza innecesaria de confirmar su soltería, pero he de aceptar que jamás he distinguido un anillo corriente de uno matrimonial, y entonces pensé que lo más probable era que su señor marido la estuviese esperando en el carro, o su novio, o su querido, vaya, la mujer puede escoger, pensé, o los tres estarían por ahí, cada uno sin saberlo, dando vueltas para esperarla a la salida del súper.
Dispuesto a no perderme la “bronca” que se avecinaba con los tres pretendientes al ataque, aligeré de nuevo mi paso por el área de panes y tuve la suerte de que el azar nos reuniera en el área de cajas. Por esa raras coincidencias, la compradora de adelante se tenía un lío tremendo con los envases de agua y mientras se decidía a llevar uno u otro, aproveché para mirar su cuerpo de venada joven.
En efecto, tenía unos ojos de avellana, una nariz aguileña discreta, el cabello negro a la altura de los hombros y unos labios finos y seguros. Parecía estar libre de ansiedades y por la serenidad que transmitía empecé a dudar de mi teoría de los tres pretendientes.
A lo mejor ella, pensé, había leído por error a Manuel Rivas, debido a que me daba la impresión de que no había leído más que los libros de texto obligados del colegio, y antes de dar el sí definitivo ante el altar, se acordó de aquel pasaje de uno de sus artículos, en los que el escritor gallego se preguntaba, asombrado, claro está, cómo dos seres libres en el mundo iban por su cuenta y gozo a jurarse amor eterno frente a un cura pardillo que sabía que la ceremonia era risa, circo y canto, pero nada más.
Lo rebelde ahora es casarse. Es de un romanticismo insensato y temerario. Cuando dos personas anuncian ese propósito a sus familiares o amistades, se produce un silencio luctuoso similar al de la naturaleza en vísperas de una catástrofe. Nadie brinda por ti. Lo que más puedes esperar es un abrazo de pésame y unas lágrimas de conmiseración.
Creí, entonces, que esta chica que parecía ser administradora, podría, en un acto milagroso, haberse topado con este Manuel Rivas irónico e imaginativo y al pie del altar había dado un paso atrás.
Como la caja no avanzaba me cambié a la de al lado, de ahí incluso podía mirar mejor a la chica del vestido verde con puntos negros para sacar mis últimas conclusiones antes de que se produjera la tragedia de los tres amantes fuera del súper.
Vi, entonces, que en su pie izquierdo tenía dos pequeñas heridas, casi imperceptibles, pero que denotaban algún apuro en la hora del baño o en algún ejercicio sabatino.
Pensé por un instante con alertarla sobre la posibilidad de los tres amantes en las afueras del súper, pero mi timidez me lo impidió; no obstante, por primera vez, le di pie para que me pillara observándola.
Desvié la mirada y confirmé que me precedían dos compradores, y volví a observarla por aquello de que a la salida se arma el desmadre del siglo y me culpara toda la vida por no haberla salvado de sus tres insensatos pretendientes, pero le di ventajas y pudo comprobar, de nuevo, que la veía con atención.
Pagué y me encontré con una noche en calma y sin las torrenciales lluvias de julio, y cuando daba vuelta en el parqueo para salir a la carretera, me pareció ver que ella acomodaba su mercadería solitaria y entonces caí en la cuenta de que no solo mi teoría era errónea, sino que tal vez esa mujer del vestido verde nunca existió, y que la fui construyendo en mi imaginación mientras compraba las verduras, las pastas, los atunes y los demás alimentos para retornar sin prisas y en silencio a mis cuarteles de invierno, y comprobar, esta vez con la mayor certeza del mundo, algo que sí es cierto y endemoniadamente triste: la Maribel Verdú sale todas las noches a cenar con su marido.
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En junio de 2005 el Nobel de Literatura visitó la Universidad Nacional de Costa Rica y tras su muerte el pasado 18 de junio, a sus 87 años, rescatamos aquella magistral conferencia en la que cautivó con su humanidad y compromiso.
José Eduardo Mora
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Llegó impecablemente vestido como si fuera un caballero burgués.
Pantalón y corbata grises y una camisa de mangas largas de un leve color papaya coronaban su atuendo.
Nadie hubiera podido sospechar que ese señor alto, elegante y de gruesos anteojos poco después llamaría a la indisciplina y a la insurrección, en un mundo marcado por el fracaso de la democracia.
Los jóvenes y adultos que lo escucharon en la tarde lluviosa del 23 de junio de 2005, le aplaudieron con el sentimiento de haber compartido un largo viaje por el pensamiento, pero en realidad solo había durado una hora y treinta minutos, durante los cuales el viejo Saramago evocó al hombre moderno como si estuviera atrapado en un regreso al oscurantismo de la Edad Media.
El premio Nobel de Literatura 1998 había sido convocado en la Universidad Nacional de Costa Rica para hablar de las “Humanidades en la Ciencia y en la Tecnología “, lo que solo le sirvió de pretexto para fustigar el control que ejerce el poder económico y financiero en el mundo actual.
Desarrolló su discurso siguiendo con disimulo los apuntes escritos a mano en una hoja de cuaderno escolar un tanto arrugada que sacó de la bolsa izquierda de su traje gris, pero ese método de orador desprevenido le bastó para ganarse la aprobación unánime de los asistentes, quienes lo aplaudieron con regocijo e incluso con agradecimiento, por su postura de intelectual comprometido.
El público lo siguió con un silencio absoluto, mientras él iba y venía por la Ilustración, los años 30, sus días de estudiante de mecánica y citaba a Umberto Eco, quien en un artículo reciente había pronosticado que el hombre será un animal muy distinto dentro de 50 años.
La solemnidad con que escuchaban su discurso, que más bien parecía una charla de un experimentado profesor, solo era interrumpida de vez en cuando por el celular de un ejecutivo extraviado entre un público colmado de estudiantes y académicos.
Requirió, sin embargo, de varios minutos para entrar en calor con el auditorio. Lo delataba el gesto de llevarse en forma reiterada su mano derecha para rozarse el rostro recién afeitado, como si no fuera un consagrado, sino un novel escritor que apenas experimentaba los primeros encuentros con sus lectores.
“Vivimos en un mundo en el que todos somos neutrales. Nadie se compromete con nada; por eso predomina el temor, la resignación y el individualismo”, dijo mientras Pilar del Río, su compañera desde hace 19 años, lo escuchaba confundida entre el público como si fuera una admiradora más.
“El hombre es un ser social e incluso necesita que sus semejantes estén cerca para poder cometer sus crímenes”.
Para evitar la menor sospecha de que no iba a ser fiel al tema de su exposición, Saramago, nacido en Azhinaga en 1922, retornaba a ratos al objeto central de su charla. “En el mundo hay un gran desarrollo tecnológico, pero un conocimiento científico muy superficial entre la gente. Hay algunos, entre los que me encuentro yo, que usamos las computadoras como si fueran una máquina de escribir».
“No sabemos utilizarlas: una vez perdí 80 páginas, por eso ahora, cada página que escribo, la imprimo. Sin el papel no voy a ninguna parte. Soy un señor de otros tiempos”.
El autor de El evangelio según Jesucristo, libro por el que fue excomulgado por el Vaticano, sostuvo que la mayoría de las universidades responden a los intereses de las empresas, lo que explica el desplazamiento de las humanidades en la enseñanza contemporánea.
“Cuando estudiaba mecánica en un Instituto Profesional de Portugal por los años de 1939 y 1940, había dos materias que eran distintas a lo que se nos enseñaba, y eran literatura y francés, porque el inglés aún no lo habían inventado”, dijo con ironía.
“Si uno vencía el temor de entrar a la biblioteca, en la que estaba un bibliotecario que tenía un rostro como de drácula, podía leer lo mejor de la literatura de entonces, y eso sucedía en un instituto profesional y no en una universidad; hoy la situación es diferente”.
En esa época, recalcó, no se insistía en la pregunta de ¿para qué sirve la literatura? o ¿para qué sirven las humanidades? “Ya no interesa preguntarse ¿qué es el ser humano?, sino más bien, ¿para qué sirven los humanos?”, afirmó el creador de Todos los nombres.
Hoy, agregó el Nobel, y comunista confeso, se tiene la impresión de que la humanidad lo tiene todo, por el avance tecnológico que experimenta, y ese todo pasa por un mundo virtual.
Por esa razón, expresó con tono enfático, se olvidan detalles tan determinantes como abrir un libro, sentir su olor y pasar sus páginas en busca de lo que se quiere. “Jóvenes de hoy, ¿por qué no leéis? ¿Por qué se privan de algo tan fundamental como es la lectura. Yo creo que el buen lector nace, aunque no niego que pueda hacerse”.
Con la tecnología y la ciencia como telón de fondo, Saramago fue hilando uno a uno los temas que lo llevaron al ciudadano del naciente siglo XXI, atrapado en las rejas de la falsa democracia que solo los convoca cada cuatro años para legitimar al poder político, económico y financiero que domina el mundo.
“Tenemos un problema mayor y es el ciudadano, porque vive en un sistema democrático en el que predomina el poder de los ricos”. De vez en cuando, según fuera su interés en enfatizar la frase, Saramago extendía sus manos de oso y en la izquierda relucía su pequeño anillo de oro fino, símbolo del matrimonio con su compañera y traductora, la española Pilar del Río, 25 años menor que él, y a quien conoció sorpresivamente una tarde en Lisboa, por eso en su casa, en homenaje a ese encuentro, todos los relojes y a toda hora, marcan eternamente las 4 p.m., porque ese día, sostiene el viejo Nobel, su vida le cambió para siempre.
“¿Dónde está la verdad en la democracia? Nada es verdad. A veces se cambia un gobierno por otro y nada pasa. Se dan a lo sumo variaciones estéticas”. “Hay una razón y es que no se puede tocar el poder real. Acaso elegimos al presidente del Fondo Monetario Internacional o al del Banco Mundial o al de la Organización mundial del Comercio”.
En un ámbito tan convulso, consideró que los cambios experimentados en América Latina, en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Brasil pueden ser el comienzo de una esperanza para el socialismo de la región, en un contexto en el que ciertos sectores indígenas han emergido entre las sombras.
“No está claro en qué dirección va el socialismo, lo que sí está claro es que la democracia es el gran problema y se requiere de una reinvención”. Con esa voz pausada y con un marcado acento portugués que contaminaba cada frase de su castellano, Saramago llevó despacio pero seguro al auditorio por sus propios cauces, hasta proponerle la urgencia de apelar a la disconformidad para cortarle las alas al falso sistema democrático que prevalece en el orbe.
Tras esta afirmación, juntó sus manos y dio uno golpes leves sobre la mesa principal para recalcar que la democracia no va a ningún lado, motivo por el que es el momento de que se impulsen cambios que le den al ciudadano una verdadera participación en la sociedad. “Por eso, y sonrío con timidez, los quiero convocar a la indisciplina, a la crítica, a confrontar nuestras razones”.
Finalizada su disertación, hubo un prolongado aplauso y cuando algunos comenzaban a moverse de sus asientos, Saramago retomó la palabra y comenzó a hablar con un entusiasmo juvenil– que contrastaba con sus 82 años– de la universidad y de la urgencia de ejercitar el pensamiento, pero cuando parecía haber alzado de nuevo el vuelo, se interrumpió bruscamente y dijo casi en un tono confidencial: “pero bueno, acabemos ya con esta homilía laica”.
Afuera caía un aguacero torrencial y tras abrirse las puertas del auditorio, los aplausos empezaron a mezclarse y a confundirse con la lluvia de junio, mientras los pensamientos de una insurrección revoloteaban en los corazones instigados por ese sacerdote ateo, alto y viejo, y un eterno enamorado de las palabras y de Pilar, y del tiempo…
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En la era de Internet las buenas historias siempre tienen lectores ávidos de recibirlas, pero por paradoja los canales para su difusión se vuelven cada vez más difíciles y escasos.
José Eduardo Mora informacion@joseeduardomora.com
“Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre”, aseguraba Tomás Eloy Martínez en su extenso artículo “El periodismo vuelve a contar historias”, en el cual conservaba la esperanza de que el relato periodístico a profundidad sobreviviría a las comunicaciones inmediatas y por lo general superficiales de la actualidad.
El periodismo escrito cada vez procura parecerse más a las maneras informales del Facebook y el Twitter para tratar de cruzar a la otra orilla y salvarse de la crisis del papel, y a menudo olvida un principio elemental que otrora lo convirtiera en una práctica imprescindible en la sociedad: su facultad para contar historias.
El reportaje a profundidad y narrado al amparo de las mejores técnicas narrativas es hoy un raro ornitorrinco en la prensa costarricense y latinoamericana, la que procura parecerse más y más a los medios audiovisuales liderados por la red.
Aunque el país no ha tenido una larga tradición del reportaje literario al estilo del Nuevo Periodismo, que con Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote, entre otros, el cual eclipsó a la prensa norteamericana en los años sesentas, hoy las posibilidades de toparse con una buena historia no es posible ni siquiera en los espacios dominicales.
En América Latina la aspiración de contar buenas historias ancladas en la realidad prevalece en países como Argentina, Perú y Colombia, pero se hace en revistas que tienen que hacer miles de malabares para sobrevivir como es el caso de Etiqueta Negra o El Mal Pensante.
Así que el panorama del periodismo narrativo, Nuevo Periodismo, Nuevo Nuevo Periodismo o Periodismo Literario, nombres con los que suele llamársele a esta modalidad del periodismo que se apropia de las técnicas literarias para acercarse a la realidad, es hoy más oscuro que nunca, aunque el entorno demande cada día maneras de acercamiento que apuesten por historias bien contadas.
¿UNA MODA?
Cuando Tom Wolfe lanzó en 1972 lo que sería una especie de manifiesto del Nuevo Periodismo, en el que anunciaba el destronamiento de la novela por parte de esa partida de “bárbaros”, los hombres de segunda clase en las letras, los periodistas que se pasaban noches y días enteros con sus fuentes con tal de sacar un dato, un detalle, un elemento que les permitiera retratar a las mil maravillas al héroe o marginado del que querían escribir, hubo una conmoción porque se les acusó de falsear la realidad.
Es decir, que un grupo de literatos e incluso un sector de la prensa tradicional estadounidense se negaba a aceptar que una historia periodística podía contarse como si fuera un cuento o que en el reportaje se pudieran incluir tantos elementos y tan dispares como se hacía en el terreno de la novela.
De modo que a Wolfe, un provocador nato, al que le encanta la polémica, le llovieron críticas y se le auguró al movimiento espontáneo del Nuevo Periodismo una vida efímera e intrascendente.
Cincuenta años después esa premonición parece hacerse realidad, no porque el Nuevo Periodismo haya fracaso en su aspiración de impulsar una revolución en las técnicas de contar en el periodismo, sino porque las buenas y largas historias ya no encuentran cabida en una prensa que en muchos casos vive de la hondura de dos párrafos y una enorme fotografía que acompaña a la noticia.
“¿Qué es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger un ejemplar de Esquire y leí un artículo que se titulaba: “Joe Louis: el Rey hecho Hombre de Edad Madura”. El trabajo no comenzaba en absoluto como el típico artículo periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de un relato breve, con una escena más bien íntima; íntima al menos según las normas periodísticas vigentes en 1962, en todo caso”, relata Wolfe en su libro El Nuevo Periodismo.
Y es que esa manera de abordar la realidad, que era propia de la novela realista, que tuvo su reinado en el ámbito literario entre 1850 y 1950, en especial en la órbita estadounidense, era de la que estaban haciendo gala esa partida de “advenedizos”, los Nuevos Periodistas como muchos gustaban de autollamarse para asombro y furia de muchos.
El panorama que prevalecía en aquellos años sesenta en las letras norteamericanas no es muy distinto del que hoy predomina: hay un descuido de lo real en las historias que se cuentan y ese torbellino también arrastra al periodismo.
El propio Wolfe respondía así a una pregunta sobre el estado de la novela y el periodismo: “A los jóvenes no les atrae la novela actual, porque no les enseña cómo es el mundo. Los novelistas deberían salir y recorrer el país. Podrían hacer como los directores de cine: habrá, como hay, películas horrorosas, pero al menos siguen interesados en salir y hacer cine sobre cosas que descubren”.
Y eso era precisamente lo que hacía el Nuevo Periodismo. Los reporteros vivían en los barrios, recorrían las calles de las ciudades, iban con frecuencia a la policía, hurgaban aquí y allá en busca de una señal, de una historia que contar y que merecía soportar la lluvia, el sol o los peligros excesivos, todo con tal de contar una realidad que estaba ahí a la espera de un buen narrador.
Eso lo hacían, en especial, los reporteros, esa especie en extinción en el periodismo actual, en el que todo se indaga por teléfono y en el que ya no es necesario, como decía la vieja guardia del periodismo, estar en el lugar de los hechos.
Ese espíritu de reportero es imprescindible para alcanzar las buenas historias y de nuevo es Wolfe el que puntualizó en una entrevista de qué se trata el asunto: “un reportero es alguien con una taza de mendigo que está esperando una contribución a la cual no tiene derecho. Pero simplemente tienes que quitarte la vergüenza y el pudor de encima y meterte en las vidas de los otros. Y estar a la merced de sus agendas y sus horarios. Y es ponerse en posición social terriblemente inferior”.
UNA HISTORIA
En la marea informativa de la actualidad, en el que las noticias se suceden como en un espiral infinito, cabe de nuevo aquella interrogante que se hiciera un historiador contemporáneo español, quien se preguntaba “¿quién ordena el mundo?”.
El periodismo narrativo sería uno de los llamados mediante sus historias a tratar de esclarecer y ordenar ese flujo informativo que genera la sensación de que hoy se comprende mejor la realidad, cuando todo apunta que los lectores se sienten en verdad cada vez más desubicados y perdidos.
Tomás Eloy Martínez, periodista siempre y escritor después, sostenía en su artículo que era necesario que el periodismo volviera a contar historias, que volviera a ordenar ese mundo de la inmediatez y el desamparo, en el que la televisión asumió el reinado a merced de un periodismo escrito confundido y debilitado.
“La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. No es por azar que, desde que introdujo la narración como estrategia, The New York Times subió su circulación, después de un primer ligero retroceso suscitado por la sorpresa de todo lenguaje nuevo”.
Lo que afirma Martínez quizá sea una constante en The New York Times, incluso en medio de la crisis que supone el modelo del papel en contraposición con el diario digital, pero no sucede en Costa Rica ni en el resto de América Latina, en donde el periodismo a profundidad, ligado a las buenas maneras de contar, está prácticamente desterrado y solo de vez en cuando aparece un náufrago con una buena historia, por la que tiene que suplicar para que le den espacio en algún diario o semanario.
A menudo sucede también que esas buenas maneras de contar se confunden con un estilo “afectado” o con un exceso de protagonismo del narrador, cuando ni una cosa ni la otra eran la esencia del Nuevo Periodismo.
“Mucha gente cree que el Nuevo Periodismo era dar tus propias opiniones, mezclarlas con la historia que estabas contando, convertir esa historia en algo personal, escribir impresiones. Para mí, jamás fue eso. De hecho, nunca utilicé la primera persona del singular, a menos que tuviera un papel en la historia. ¿Por qué voy a tener que utilizar el yo si lo único que soy es un observador? ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista?”, insistía Wolfe.
¿DÓNDE ENCONTRARLAS?
Si las buenas historias de la vida real ya no están en los periódicos, dónde encontrarlas se preguntará el lector. En el caso norteamericano todavía publicaciones como The New York Times y Washington Post son partidarios del periodismo narrativo. Revistas como The New Yorker e incluso The Vanity Fair todavía se atreven a publicar largas historias escritas por periodistas que no solo son buenos reporteros, sino también buenos escritores.
Conviene resaltar este punto, porque de nada vale un excelente material recogido por un audaz reportero, si a la hora de transponer esa realidad al papel se pierde su encanto y esencia.
Las revistas y periódicos citados son la excepción. De ahí que ante el panorama reinante en la prensa, las buenas historias tanto en Estados Unidos como en Europa se han traslado a los libros.
Eso es lo que han tenido que hacer grandes reporteros, quienes han recurrido al libro para poder contar sus historias.
Entre ellos sobresale el caso de Ryszard Kapucinski, quien fuera toda su vida reportero de la agencia polaca de prensa, pero que paralelamente acumulaba sus notas en cuadernos, lo que le permitió publicar varios textos, entre los que destacan dos extraordinarios libros: Ébano, quizá el mejor de toda su producción, y El Imperio.
En los Cinco Sentidos del Periodista, un libro breve, Kapucinski explicaba cómo el estar muy atento en su largo peregrinar por África y América Latina le ayudó a construir sus historias.
El hecho de que las buenas historias de los buenos periodistas hayan tenido que trasladarse al formato del libro, dado que en los diarios y revistas no tienen mayores opciones de publicarse, no evidencia el que aquel torbellino de bárbaros del Nuevo Periodismo fueran una moda, sino que la inmediatez y la superficialidad son, ante todo, la marca que define los tiempos actuales del periodismo.
UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD
A pesar de que las historias están ahí en los barrios, en las esquinas, en el bulevar, en los bares de mala muerte, en la barra de la Asamblea Legislativa, en las graderías de los estadios vacíos, la pregunta que surge es si el periodismo literario-narrativo podrá tener una segunda oportunidad en las publicaciones de los diarios y en las pocas revistas que sobreviven en la actualidad, habida cuenta de que la inmediatez y lo audiovisual son los elementos que prevalecen en el panorama noticioso.
La necesidad humana de que le cuenten historias sigue intacta desde tiempos inmemoriales y tras la invención de la imprenta y la explosión de los diarios baratos, con la prensa del penique, se vivieron tiempos heroicos e inolvidables, dado que las extensas historias tenían su lugar. Y esta necesidad, a diferencia de casi todo lo contemporáneo, no pasa de moda en unos cuántos días.
Mientras esa necesidad de trascendencia de lo circunstancial permanezca latente, una buena historia siempre tendrá una oportunidad según Martínez, para quien el acto de la narración lleva implícita maneras de explicar mejor el mundo.
“Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: ‘Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca’. Un relato, según White, siempre se puede traducir ‘sin menoscabo esencial’, a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gnâ, conocimiento”, apuntaba Martínez.
El autor de Santa Evita añade que “el periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas.
“Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del Decamerón de Boccaccio que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas Nickleby de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos”.
Y es que la esencia con que nació el periodismo fue la contar historias, ni la evolución a la pirámide invertida, ni la inmediatez, pueden cercenar ese origen tan humano de un género como el periodismo, que hoy se debate entre los “tuits” y los insulsos comentarios de Facebook, y olvida que otrora por sus páginas desfilaron historias memorables.
Las historias periodísticas hacen, como insiste Martínez, que “el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo”.
La realidad sigue ahí: intacta. En espera de que un buen reportero, o un novelista, que se quiera pasar a la “no ficción, como en su momento lo hiciera Truman Capote con A sangre fría, saque su libreta, su lapicero, y esté dispuesto a vencer las inclemencias y las miserias con tal de retratar las múltiples historias que a diario pasan por el tamiz de la vida y que se pierden raudas en el silencio del tiempo.
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