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La mujer del súper

Escrito por José Eduardo Mora

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LLEVABA un vestido verde con puntos negros en círculos reiterados que recorrían de arriba a abajo toda su geografía.

La primera vez que nos topamos pasó con su carrito a una velocidad moderada y necesaria para cuando hay un alto tránsito de compradores. Reconozco que en este primer encuentro no me impresionó, aunque me llamó la atención que se rebelara contra las modas femeninas y usara un vestido, en contra de los jeans y las “t-shirts” de marca.

Seguí entonces con mi plan y me moví al lado de las frutas y las verduras y de pronto pasó ella de nuevo: contorneaba su cuerpo sin proponérselo y fue cuando descubrí sus piernas jóvenes y firmes, y empecé, por lo tanto, a demorarme en la escogencia de las uvas, de la papayas y de las manzanas.

Pasé con alguna demora a las verduras y mientras observaba los ayotes la vi de reojo y me sorprendió su cara joven, que no parecería encajar en una mujer que hacía poco, pensé, había alcanzado sus 33 años.

Aquellas piernas hubieran sido muy celebradas por el maestro Enrique Jardiel Poncela, quien se hubiera olvidado por un instante de sus misoginias quevedianas, y, estoy seguro, habría sacado varias greguerías de su chistera para homenajearla aunque fuera en voz baja y sin que nadie lo advirtiera.

Dada la situación circulé como correspondía a las carnes, en busca de un pollo para esas sopas nocturnas de verduras escasas, y para mi sorpresa ella pasó cerca de nuevo en pos de los pescados. A esta altura ya no sabía qué me había impresionado más: si sus piernas sólidas como torres o su vestido verde de puntos negros, cuyos círculos parecían girar en una atmósfera que rompía con lo cotidiano y absurdo del súper.

Confieso que apresuré la marcha para coincidir con ella en “los pescados” y ahí pude mirar el anillo que llevaba en ambas manos con la esperanza innecesaria de confirmar su soltería, pero he de aceptar que jamás he distinguido un anillo corriente de uno matrimonial, y entonces pensé que lo más probable era que su señor marido la estuviese esperando en el carro, o su novio, o su querido, vaya, la mujer puede escoger, pensé, o los tres estarían por ahí, cada uno sin saberlo, dando vueltas para esperarla a la salida del súper.

Dispuesto a no perderme la “bronca” que se avecinaba con los tres pretendientes al ataque, aligeré de nuevo mi paso por el área de panes y tuve la suerte de que el azar nos reuniera en el área de cajas. Por esa raras coincidencias, la compradora de adelante se tenía un lío tremendo con los envases de agua y mientras se decidía a llevar uno u otro, aproveché para mirar su cuerpo de venada joven.

En efecto, tenía unos ojos de avellana, una nariz aguileña discreta, el cabello negro a la altura de los hombros y unos labios finos y seguros. Parecía estar libre de ansiedades y por la serenidad que transmitía empecé a dudar de mi teoría de los tres pretendientes.

A lo mejor ella, pensé, había leído por error a Manuel Rivas, debido a que me daba la impresión de que no había leído más que los libros de texto obligados del colegio, y antes de dar el sí definitivo ante el altar, se acordó de aquel pasaje de uno de sus artículos, en los que el escritor gallego se preguntaba, asombrado, claro está, cómo dos seres libres en el mundo iban por su cuenta y gozo a jurarse amor eterno frente a un cura pardillo que sabía que la ceremonia era risa, circo y canto, pero nada más.

Lo rebelde ahora es casarse. Es de un romanticismo insensato y temerario. Cuando dos personas anuncian ese propósito a sus familiares o amistades, se produce un silencio luctuoso similar al de la naturaleza en vísperas de una catástrofe. Nadie brinda por ti. Lo que más puedes esperar es un abrazo de pésame y unas lágrimas de conmiseración.

Creí, entonces, que esta chica que parecía ser administradora, podría, en un acto milagroso, haberse topado con este Manuel Rivas irónico e imaginativo y al pie del altar había dado un paso atrás.

Como la caja no avanzaba me cambié a la de al lado, de ahí incluso podía mirar mejor a la chica del vestido verde con puntos negros para sacar mis últimas conclusiones antes de que se produjera la tragedia de los tres amantes fuera del súper.

Vi, entonces, que en su pie izquierdo tenía dos pequeñas heridas, casi imperceptibles, pero que denotaban algún apuro en la hora del baño o en algún ejercicio sabatino.

Pensé por un instante con alertarla sobre la posibilidad de los tres amantes en las afueras del súper, pero mi timidez me lo impidió; no obstante, por primera vez, le di pie para que me pillara observándola.

Desvié la mirada y confirmé que me precedían dos compradores, y volví a observarla por aquello de que a la salida se arma el desmadre del siglo y me culpara toda la vida por no haberla salvado de sus tres insensatos pretendientes, pero le di ventajas y pudo comprobar, de nuevo, que la veía con atención.

Pagué y me encontré con una noche en calma y sin las torrenciales lluvias de julio, y cuando daba vuelta en el parqueo para salir a la carretera, me pareció ver que ella acomodaba su mercadería solitaria y entonces caí en la cuenta de que no solo mi teoría era errónea, sino que tal vez esa mujer del vestido verde nunca existió, y que la fui construyendo en mi imaginación mientras compraba las verduras, las pastas, los atunes y los demás alimentos para retornar sin prisas y en silencio a mis cuarteles de invierno, y comprobar, esta vez con la mayor certeza del mundo, algo que sí es cierto y endemoniadamente triste: la Maribel Verdú sale todas las noches a cenar con su marido.

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Las maravillas de abril

Novela

Capítulo  

I

Los peritos forenses confirmaron lo que era obvio a simple vista: los zopilotes habían forcejeado fuertemente para repartirse los pedazos del cuerpo de José Inocencio Leal.

Los picotazos detectados en el cráneo eran una muestra evidente de la furia y el hambre con que los animales acometieron la tarea de acabar con su presa.

No existía certeza, pero todo inducía a creer que las aves habían ingresado por un hueco del tragaluz, aunque otros suponían que lo habían hecho por la puerta de la cocina que estaba entreabierta.

Animados por el olor a muerte, sostenía la primera tesis, los carroñeros se adueñaron con facilidad del cadáver.

Cuando descubrieron el cuerpo, ya los zopilotes le habían sacado los ojos, se habían repartido los intestinos, dado que a la altura del estómago se le notaba un violento hueco, y los girones de carne humana y descompuesta en la espalda eran escasos.

Nadie que hubiera conocido la jovialidad, el heroísmo y la ilusión que en vida transmitía José Inocencio Leal, hubiera creído que ahí estaba postrado y vencido en la soledad de su casa, descuartizado por los zopilotes errabundos que se lo repartieron sin misericordia, y que borraron de un solo plumazo y para siempre, la posibilidad de tener una muerte digna, rodeado de las guirnaldas del reconocimiento y de los aplausos de sus conciudadanos de El Porvenir, donde cada día y a cada hora, tras su regreso de darle varias veces la vuelta al mundo, trató de forjarse una leyenda que sobreviviera a los estragos del tiempo, y a la inclemencia de los gusanos que lo devorarían en cuestión de días o semanas, como él mismo solía bromear en el bar de Miguel Salvatierra.

La vida, embriagada de revancha o de azar, nunca se sabrá, se había encarnizado en el acto final con José Inocencio, y este no había resistido el último zarpazo de su omnipresente dolencia cardíaca, como él la llamaba, y una noche de luna llena de ese abril convulso y recordado, le había dado la estocada inclemente, en un momento en que nadie en el mundo se habría percatado, ni por error, de su existencia, y en esa soledad de hielo, le arrebató uno a uno la magma de sueños que aún conservaba en su viejo y cansado corazón.

La mañana en que Minerva Fuentes lo encontró en tal estado, ya José Inocencio Leal, confirmaron luego los especialistas forenses, llevaba exactamente siete días de muerto.

Había sido, justamente en el séptimo día, en el que los animales habían tenido la fortuna de descubrirlo, y entraron con la misma determinación con que salieron, puesto que en el susto de verse sorprendidos se despedazaron contra las ventanas de la sala y de la cocina, y esparcieron los restos de este héroe silencioso y caído, y llenaron de sangre la casa donde solía evocar sus días de gloria, y donde colgaban los títulos reales o imaginarios que había acumulado a lo largo de una vida sin par, como le gustaba llamarla, mientras le arrancaba a la memoria triunfos que nunca tuvo y victorias inciertas que se esfumaban al ritmo del canto nocturno de los grillos y del tímido vuelo de las candelillas.

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