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El mundo según Saramago

En junio de 2005 el Nobel de Literatura visitó la Universidad Nacional de Costa Rica y tras su muerte el pasado 18 de junio, a sus 87 años, rescatamos aquella magistral conferencia en la que cautivó con su humanidad y compromiso.

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José Saramago (Foto web oficial del escritor).

José Eduardo Mora
informacion@joseeduardomora.com

Llegó impecablemente vestido como si fuera un caballero burgués.

Pantalón y corbata  grises y una camisa de mangas largas de un leve color papaya coronaban su atuendo.

Nadie hubiera podido sospechar que ese señor alto, elegante y de gruesos anteojos poco después llamaría a la indisciplina y a la insurrección, en un mundo marcado por el fracaso de la democracia.

Los jóvenes y adultos que lo escucharon en la tarde lluviosa del 23 de junio de 2005, le aplaudieron con el sentimiento de haber compartido un largo viaje por el pensamiento, pero en realidad solo había durado una hora y treinta minutos, durante los cuales el viejo Saramago evocó al hombre moderno como si estuviera atrapado en un regreso al oscurantismo de la Edad Media.

El premio Nobel de Literatura 1998 había sido convocado en la Universidad Nacional de Costa Rica para hablar de las “Humanidades en la Ciencia y en la Tecnología “, lo que solo le sirvió de pretexto para fustigar  el control que ejerce el poder económico y financiero en el mundo actual.

Desarrolló su discurso siguiendo con disimulo los apuntes escritos a mano en una  hoja de cuaderno escolar un tanto arrugada que sacó de la bolsa izquierda de su traje gris, pero ese método de orador desprevenido le bastó para ganarse la aprobación unánime de los asistentes, quienes lo aplaudieron con regocijo e incluso con agradecimiento, por su postura de intelectual comprometido.

El público lo siguió con un silencio absoluto, mientras él iba y venía por la Ilustración, los años 30, sus días de estudiante de mecánica y citaba a Umberto Eco, quien en un artículo reciente había pronosticado que el hombre será un animal muy distinto dentro de 50 años.

La solemnidad con que escuchaban su discurso, que más bien parecía una charla de un experimentado profesor, solo era interrumpida de vez en cuando por el  celular de un ejecutivo extraviado entre un público colmado de estudiantes y académicos.

Requirió, sin embargo, de varios minutos para entrar en calor con el auditorio. Lo delataba el gesto de llevarse en forma reiterada su mano derecha para rozarse el rostro recién afeitado, como si no fuera un consagrado, sino un novel escritor que apenas experimentaba los primeros encuentros con sus lectores.

“Vivimos en un mundo en el que todos somos neutrales. Nadie se compromete con nada; por eso predomina el temor, la resignación y el individualismo”, dijo mientras Pilar del Río, su compañera desde hace 19 años, lo escuchaba confundida entre el público como si fuera una admiradora más.

“El hombre es un ser social e incluso necesita que sus semejantes estén cerca para poder cometer sus crímenes”.

Para evitar la menor sospecha de que no iba a ser fiel al tema de su exposición, Saramago, nacido en Azhinaga en 1922, retornaba a ratos al objeto central de su charla.
“En el mundo hay un gran desarrollo tecnológico, pero un conocimiento científico muy superficial entre la gente.  Hay algunos, entre los que me encuentro yo, que usamos las computadoras como si fueran una máquina de escribir».

“No sabemos utilizarlas: una vez perdí 80 páginas, por eso ahora, cada página que escribo, la imprimo. Sin el papel no voy a ninguna parte. Soy un señor de otros tiempos”.

El autor de El evangelio según Jesucristo, libro por el que fue excomulgado por el Vaticano, sostuvo que la mayoría de las universidades responden a los intereses de las empresas, lo que explica el desplazamiento de las humanidades en la enseñanza contemporánea.

“Cuando estudiaba mecánica en un Instituto Profesional de Portugal por los años de 1939 y 1940, había dos materias que eran distintas a lo que se nos enseñaba, y eran literatura y francés, porque el inglés aún  no lo habían inventado”, dijo con ironía.

“Si uno vencía el temor de entrar a la biblioteca, en la que estaba un bibliotecario que tenía un rostro como de drácula, podía leer lo mejor de la literatura de entonces, y eso sucedía en un instituto profesional y no en una universidad; hoy la situación es diferente”.

En esa época, recalcó, no se insistía en la pregunta de ¿para qué sirve la literatura? o ¿para qué sirven las humanidades?
“Ya no interesa preguntarse ¿qué es el ser humano?, sino más bien, ¿para qué sirven los humanos?”, afirmó el creador de Todos los nombres.

Hoy, agregó el Nobel, y comunista confeso, se tiene la impresión de que la humanidad lo tiene todo, por el avance tecnológico que experimenta, y ese todo pasa por un mundo virtual.

Por esa razón, expresó con tono enfático, se olvidan detalles tan determinantes como abrir un libro, sentir su olor y pasar sus páginas en busca de lo que se quiere.
“Jóvenes de hoy, ¿por qué no leéis? ¿Por qué se privan de algo tan fundamental como es la lectura.  Yo creo que el buen lector nace, aunque no niego que pueda hacerse”.

Con  la tecnología y la ciencia como telón de fondo, Saramago fue hilando uno a uno los temas que lo llevaron al ciudadano del naciente siglo XXI, atrapado en las rejas de la falsa democracia que solo los convoca cada cuatro años para legitimar al poder político, económico y financiero que domina el mundo.

“Tenemos un problema mayor y es el ciudadano, porque vive en un sistema democrático en el que predomina el poder de los ricos”.
De vez en cuando, según fuera su interés en enfatizar la frase, Saramago extendía sus manos de oso y en la izquierda relucía su pequeño anillo de oro fino, símbolo del matrimonio con su compañera y traductora, la española Pilar del Río,  25 años menor que él, y a quien conoció sorpresivamente una tarde en Lisboa, por eso en su casa, en homenaje a ese encuentro, todos los relojes y a toda hora, marcan eternamente las 4 p.m., porque ese día, sostiene el viejo Nobel, su vida le cambió para siempre.

“¿Dónde está la verdad en la democracia? Nada es verdad.  A veces se cambia un gobierno por otro y nada pasa.  Se dan a lo sumo variaciones estéticas”.
“Hay una razón y es que no se puede tocar el poder real.  Acaso elegimos al presidente del Fondo Monetario Internacional o al del Banco Mundial o al de la Organización mundial del Comercio”.

En un ámbito tan convulso, consideró que los cambios experimentados en América Latina,  en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Brasil pueden ser el comienzo de una esperanza para el socialismo de la región, en un contexto en el que ciertos sectores indígenas han emergido entre las sombras.

“No está claro en qué dirección va el socialismo, lo que sí está claro es que la democracia es el gran problema y se requiere de una reinvención”.
Con esa voz pausada y con un marcado acento portugués que contaminaba cada frase de su castellano, Saramago llevó despacio pero seguro al auditorio por sus propios cauces, hasta proponerle la urgencia de apelar a la disconformidad para cortarle las alas al falso sistema democrático que prevalece en el orbe.

Tras esta afirmación, juntó sus manos y dio uno golpes leves sobre la mesa principal para recalcar que la democracia no va a ningún lado, motivo por el que es el momento de que se impulsen cambios que le den al ciudadano una verdadera participación en la sociedad.
“Por eso, y sonrío con timidez, los quiero convocar a la indisciplina, a la crítica, a confrontar nuestras razones”.

Finalizada su disertación, hubo un prolongado aplauso y cuando algunos comenzaban a moverse de sus asientos, Saramago retomó la palabra y comenzó a hablar con un entusiasmo juvenil– que contrastaba con sus 82 años– de la universidad y de la urgencia de ejercitar el pensamiento, pero cuando parecía haber alzado de nuevo el vuelo, se interrumpió bruscamente y dijo casi en un tono confidencial: “pero bueno, acabemos ya con esta homilía laica”.

Afuera caía un aguacero torrencial y tras abrirse las puertas del auditorio, los aplausos empezaron a mezclarse y a confundirse con la lluvia de junio, mientras los pensamientos de una insurrección revoloteaban en los corazones instigados por ese sacerdote ateo, alto y viejo, y un eterno enamorado de las palabras y de Pilar, y del tiempo…

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