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Los libros tristes

La vieja idea de que los libros no deben rayarse no es más que un malentendido. Lo triste es abrir esos libros que huelen a viejo pero que están intactos. Que solo son un ejemplar decorativo en la biblioteca o en la mesita de noche.

Los libros son para leerse, subrayarse y vivirlos intensamente. Mientras ello no suceda solo nos toparemos con libros tristes.

Una vez recibí en préstamo unos valiosísimos tomos sobre la Grecia antigua y cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que, a pesar de los muchos años de tenerlos, su dueño ni siquiera se había molestado en pasar sus páginas, porque algunas venían con un error y había que cortarlas para poder tener acceso a ellas.

Ese fue el libro más triste con el que me he encontrado en mi vida. No obstante, una vez que lo empecé a leer descubrí sus maravillas.

Para apreciar mejor su contenido, hay que subrayar los libros, por lo que leer libros préstamos no es buena idea.

Y una vez que has leído, viene la tarea más hermosa del leer: el releer.

Ya lo dijo Borges que para él el mayor placer era releer, solo que para lograrlo estaba ese truco primario que es el de leer, desafío que no es tan fácil como parece, pero este será tema en nuestra próxima entrada en este blog.

Por ahora, hay que ganarle la batalla a los libros que aún no hemos abierto en nuestra biblioteca.

Libros
Los libros cerrados son una lástima porque se pierde toda su sabiduría.

El tiempo reversible de Umbral

EL PLACER DEL TEXTO

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Máster José Eduardo Mora

“El tiempo reversible”: ese es el título del nuevo libro de Francisco Umbral, quien en su día llegó a ser el mejor columnista de la lengua española, con sus columnas en El País y en El Mundo.

Que a ocho años de su muerte una editorial pequeña como Círculos de Tiza se haya aventurado a recuperar varios de los textos de este genial periodista y escritor, habla muy bien de escribir en la prensa, no ya para el ahora, sino que también para el mañana.

En efecto, las columnas de Umbral si bien estaban ambientadas en la actualidad de su entorno, en realidad su manejo del lenguaje, sus atrevimientos, sus meandros semánticos y todo ese juego con el placer del texto, hacían que sus columnas gozaran de una exquisitez inusual.

Solo por sus columnas, me atrevería a decir, Umbral hubiese merecido el Cervantes, pero, claro está, que a ese premio lo respaldaron sus más de cien libros, entre los que estaban sus novelas y sus memorias periodísticas.

En esa vasta producción, fue “Mortal y rosa”, la historia poética de lo que representó la muerte de su único hijo, la que lo catapultó a un primer plano de la literatura en España.

Ese dandi madrileño, de niñez en Valladolid, con su melena de león urbano, sus gafas de miope, su vozarrón incorregible y su afán siempre alerta para cazar al vuelo el giro y la frase que harían de su columna un prodigio día a día en la prensa, siempre fue un periodista de lo intrascendente, de lo pequeño, de lo invisible, lo que a la postre se impone a los grandes acontecimientos del aquí y el ahora.

El periodismo de la actualidad es para la prensa lo que el aire a la vida, pero el otro periodismo, el que atiende lo inactual, el que profundiza por medio de la columna, el reportaje, la crónica y el análisis, ese el que salvará a la profesión en este mar de información que predomina en los tiempos de Internet.

“El tiempo reversible” es una buena muestra de que la buena prosa periodística, como la de José Martí o Rubén Darío, nunca muere ni pasa de moda.

Umbral
Francisco Umbral fue toda su vida periodista y columnista.

La mona del estadio

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M.Sc. José Eduardo Mora

[/one-half-first][one-half]A la señora se le salió el racismo por los poros, por el corazón, por los brazos, por los pies, por los ojos, por la nariz, por la respiración, por todo lo que ella era y trataba de no ser, porque parecía ser buena parroquiana, de mi misa los domingos a las seis, para que no compitiera con el partido.[/one-half]

Y sí, ante la estupefacción de sus vecinos de grada, se puso en gesto de salida y comenzó a gesticular como un macaco para que las cámaras captaran su perfomance, como diría un crítico de teatro joven, y ahí estaba ella, con sus brazos a la altura de la cintura, su cuerpo pesado y su alma de mona, dándole a la prensa un material explosivo para las redes sociales.

ENTRE PARÉNTESIS

El gesto iba contra Mamadou Koné, ese número nueve negro del Racing de Santander originario de Costa de Marfil. El triste espectáculo sucedió en el partido de El Llagostera-Racing y de inmediato el equipo casa prohibió de por vida la entrada de la señorita simiesca, con toda su kinésica de la selva y su olor a rancio racismo, en la Europa que se desangra entra la crisis económica y la crisis de identidad.

El cuento, no obstante, no acaba con la sanción adoptada por el Llagostera, sino que más bien ahí empieza, porque resulta que la señorita simiesta, que hubiese sido un buen partido como modelo para Picasso o Botero, era empleada en el museo del Barcelona.

Y sí, el verbo ha de ir en pasado, porque apenas vieron a esa mona danzar sobre su cuerpo pesado, le recetaron el código de ética de 2010, porque en el Barcelona esas bailarinas no tienen cabida.

Magnífico gesto el del club azulgrana, que en Costa Rica debería imitarse, dado que de cuando en cuando aparecen esos aficionados, que, escondidos en la multitud, se transforman en monas y simios de su propio ser.

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Mandela fue un gran luchador contra el racismo.

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La soledad en los tiempos de Internet

ENTRE PARÉNTESIS 

New-José Edo

¿Puede una frase, una sola frase, evocar en un instante una novela entera? ¿Y de seguido una vida que pasa por el tamiz veloz e implacable del tiempo? La muerte, esa oscura presencia que tanto evitamos, a veces obliga a declaraciones tan contundentes que son en sí mismas una novela, una historia de vida que arrastra desengaños, tantos desengaños como para morirse de soledad.

José María Dols Abellán, conocido como Manzanares, un diestro que arrancó múltiples aplausos en las plazas de toros más reconocidas de España, ha muerto, y aunque murió de muerte natural, como diría García Márquez, la verdad es que lo mató la soledad como dijo uno de sus amigos.

La falta de conexiones reales, afuera Facebook, What’ssap, Twitter, Instagram, y todas la yerbas que aluden a las conexiones en línea, está matando más gente que el ébola, la obesidad, la bebida y el fumado.

Josemari ha muerto de soledad; no abandonado, pero sí solo e infeliz”, dijo uno de sus pocos amigos, según la crónica de El País, pocas horas después del fallecimiento del torero en su finca de Extremadura.

Una frase como la citada me embrujó hace unos años y no pude parar hasta escribir una novela: Las maravillas de abril, que espero publicar pronto, tras dejarla reposar unos años.

Esas joyas las busco con pasión en el periodismo del bueno, que es cada vez más escaso, pero esta crónica de Antonio Lorca es en sí una especie de poema en prosa, quizá el mejor homenaje a este torero que jamás vi en acción, pero por cuya biografía, repasaría instante a instante su carrera.

“Allí, en la finca extremeña, acabó, sobre todo, un torero privilegiado, nacido para la gloria, un creador de belleza, referencia fundamental de la compostura, el gusto, la calidad y el sabor torero; un hombre atractivo, dotado de una gran elegancia y un natural poder de seducción; un consumado artista, indolente, también, inconstante, conformista y de escasa ambición”.

Tras la fama, la riqueza, las mujeres, los desencuentros, sobrevino el silencio y el olvido, y José María Manzanares, como el José Inocencio Leal de mi novela, murió de soledad.

Ficción y realidad: un camino con dos vertientes.

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El torero José María «Manzanares», un grande en su campo en España.

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