Con un breve pero profundo ideario, el autor estadounidense ilumina el camino de la lectura
(07 DE MAYO, 2017-). Harold Bloom, el crítico literario más relevante en los últimos 40 años en Estados Unidos, considera que la “lectura es la búsqueda de un placer difícil” y sobre este paradigma ha elaborado un esbozo del lector ideal para renovar la forma en que se lee.
Irreverente, polemista, profesor emérito de la Universidad de Yale, a sus 87 años, es todavía una conciencia que agita, ahora desde las sombras, debates sobre el rumbo de los estudios literarios y la función en cuanto al pensamiento que deben cumplir las universidades.
Desde niño fue un lector precoz y voraz, y a través de sus libros, entre ellos El canon Occidental; Shakespeare: la invención de lo humano; La anatomía de la influencia, la literatura como modo de vida; ¿Dónde se encuentra la sabiduría, y Cómo leer y por qué, ha ido dejando pistas sobre el valor de la lectura como ejercicio del pensamiento profundo y lineal.
Heredero de los clásicos y románticos críticos ingleses, en especial Samuel Johnson y William Hazlitt, y nacido el 11 de julio de 1930, Bloom ve en la lectura un camino para que el individuo sea capaz de “juzgar y opinar” por sí mismo, lo que con la irrupción de Internet se ha ido perdiendo, según Nicholas Carr, quien en su libro: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, ha enfatizado los procesos de enajenación del pensamiento ante el poder de las tecnologías actuales.
La lectura, para nuestro autor, es un principio para interactuar con “la alteridad” propia o ajena, y es el más saludable placer “desde el punto de vista espiritual”.
“Leemos no solo porque nos es imposible conocer a toda la gente que quisiéramos, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la falta de comprensión y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional”.
Para que ese “placer difícil” tome sentido y se convierta en parte activa de la existencia del lector ideal que perfila en Cómo leer y por qué y en varios de sus libros, dado que la crítica literaria forma parte de ese quehacer, es necesario desarrollarla “como una disciplina implícita”, es decir, mediante un modelo personal e intransferible.
¿Se puede enseñar a leer?, se pregunta Bloom con Virginia Woolf, y asegura con ironía que el mejor consejo es no aceptar consejos, pero acto seguido advierte que, mientras “uno no llegue a ser uno mismo”, no estaría de más escuchar a los más sabios en el arte de leer, práctica que se disparó tras la aparición de la imprenta de Gutenberg en 1439, que cambiaría de una vez y para siempre el curso de la humanidad.
Para este crítico literario, hoy longevo y cansado, “leemos para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses”.
De ahí que participe de la idea de Francis Bacon sobre el cultivo de la lectura: “No leais para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o disertación, sino para sopesar y reflexionar”.
Esa reflexión y ese sopesar se han visto afectados con la irrupción de las nuevas tecnologías, como sucedió en los años cincuenta con la televisión cuando se consolidó como medio.
“La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tenernos que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura”.
En ese sentido, “los placeres de la lectura son más egoístas que sociales”, porque “uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente”. A partir de este punto, Bloom rechaza que la lectura personal tenga relación directa con el bien común, pero en sus principios luego se dejará arrastrar por ese halo de romanticismo de lo que alguna vez representó el “intelectual” para la sociedad.
Para Bloom, cuyo canon occidental todavía hoy despierta polémicas, y en el que marginó, como suele hacerlo, a los autores latinoamericanos, todo comienza y termina en Sheakespeare, cuyo Hamlet o Rey Lear, son capaces de ir hasta las más hondas profundidades del ser.
“Cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante ellas es la del pasmo. Cómo pudo existir no lo sé, y después de dos décadas de dar clases casi exclusivamente sobre él, el enigma me parece insoluble”, asegura en La Invención de lo humano.
Para tener una idea de la “bardolatría” de Bloom, basta con solo asomarse a la visión que tiene de Hamlet, el único personaje, sostiene, que es capaz de competir con sus tres precursores de su personalidad: “el Yahweh del Escritor J (el más antiguo escritor del Génesis, Éxodo, Números), el Jesús del Evangelio de Marcos y el Alá del Corán”.
Leído lo anterior, ya nadie se escandalizará, cuando Bloom, afirma: “Una cultura universitaria en la que la apreciación de la ropa interior de la cultura victoriana sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning, recuerda las vitriólicas satíricas de Nathanael West, pero no es más que la norma. Una consecuencia involuntaria de esa ‘poética cultural’ es que no puede surgir un nuevo Nathanael West , pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia”.
PRINCIPIOS PARA LEER
En su recorrido por autores de su predilección, Bloom esboza lo que son sus principios para renovar la forma de leer. El primero es: Límpiate la mente de tópicos, entendido aquí tópicos como lugar común, dado que la traducción está un poco estirada. Hay, considera, que despejar el camino y alejarse de esos conceptos “pseudointelectuales” que obstaculizan la lectura y que en muchos casos hasta son propiciados en los campos universitarios.
El segundo principio es el siguiente: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni con el modo en lo que lo lees. Reafirma aquí esa visión de que la lectura es un acto individual que tiene como aspiración suprema fortalecer la “personalidad”.
“El fortalecimiento de la propia personalidad ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay una ética de la lectura”.
El tercer principio parece, no obstante, contradecir el primero y el segundo: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres.
La idea de este principio tiene reminiscencias del pensamiento de Emerson, admite, y explica: “No hay por qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta, porque, si uno llega a ser un lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás”.
Y remata: “Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres y los hombres cultivados”.
El cuarto principio evoca la acción a la que llama cualquier lectura profunda a la que se aspire: Para leer bien hay que ser inventor. Y es de nuevo Emerson el que agita la flama en este punto.
Es el misreading de Bloom, traducido como lectura desviada, y que tantos dolores de cabeza le ha generado a lo largo de su vida.
“La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente y no sobreviene sin años de lectura profunda”.
La recuperación de lo irónico es el quinto principio para la renovación de la lectura, pero a esta altura, ya el autor admite su escepticismo, el mismo que ha lastrado la propia enseñanza universitaria producto de las modas.
“…enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado”.
En un mundo en el que sobreabunda la información, el viejo profesor de Yale, después de compartir sus principios para renovar la lectura, expresa: “No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial para que leamos. A la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría?