(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 26 DE AGOSTO, 2015-). He leído con emoción y regocijo la nota “La hortografia” que Rosario de la Fuente Plà envió a El País, de España, en la cual se queja del cada vez más preocupante uso del lenguaje en redes sociales y en mensajes de texto.
Su consideración es de suma trascendencia, porque se ha llegado a crear, incluso, una especie de metalenguaje, imposible de descifrar para quienes no han sido “iniciados” en esa esfera de las arrobas, de las x, y de la combinación de letras y símbolos.
Todo parece indicar que los usuarios del lenguaje lo ven como algo externo y ajeno, y por eso les da igual escribir “arroz” que “arros”, si al fin al cabo, piensan, el buen mozo les servirá el arroz pedido y no pasa nada y el mundo, afuera, seguirá girando, mientras los presupuestos militares continúan creciendo en medio del hambre de millones.
Lo cierto del caso es que el lenguaje es mucho más que un conjunto de reglas gramaticales, porque este tiene que ver con el ser, con lo trascendental del ser humano y, por ende, quien es capaz de expresarse bien, está en condiciones de comprender y aprehender mejor el mundo que le rodea.
En una entrevista con Ignacio Bosque, en 2010, le preguntaba por esta situación del metalenguaje, en especial el de los más jóvenes, y el académico no le tenía tanto temor al fenómeno, siempre y cuando, se supieran distinguir los contextos.
Y he aquí el meollo de todo: por lo general esos contextos no se delimitan y a los que escriben les da lo mismo que sea una carta formal, un “post” en Facebook, una declaración de amor, o una novela. De pronto aparecen las arrobas, las q invasivas y las x incomprensibles para formar la palabra indescifrable que no solo no comunica, sino que obstaculiza el pensamiento.
De modo tal que vale la pena celebrar la carta de Rosario de la Fuente Plà y comenzar a tener una mayor conciencia a la hora de usar el idioma.
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En diciembre de 2007 viajé a Aracataca, la tierra natal de Gabriel García Márquez (GGM), para participar en un taller de periodismo literario en homenaje a los 25 años que habían transcurrido después de que Gabo recibiera el Nobel de Literatura en 1982.
La razón por la cual me había decidido a intervenir en el concurso de los periodistas latinoamericanos que serían seleccionados por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) fue por una última línea que leí en la convocatoria en aquel octubre inclemente: “en Aracataca no hay Internet y no hay agua potable”.
¿Cómo era ese pueblo que ni siquiera tenía agua potable pero sí había sido capaz de parir un Nobel de Literatura?
Todas las veces anteriores en que había intentado ganarme un cupo con la FNPI, incluso con el respaldo de medios poderosos del país, la repuesta había sido negativa, así que ahora en la casilla de medios había anotado EL JORNAL, con el convencimiento de que, nuevamente, me quedaría en el camino.
La sorpresa mayor se dio cuando en la lista de los 12 periodistas latinoamericanos elegidos estaba mi nombre. Iría, entonces, a conocer la tierra de mi más preciado escritor, del que había aprendido en El amor en los tiempos del cólera cómo se hacían las transiciones y del que había leído que en cada párrafo, como lo aconsejaba Félix Cagnet, tenía que pasar algo: un vaso que se quiebra, una mosca que aparece, un avión que se cae, etc,.
En Barranquilla, al grupo de periodistas de Brasil, Chile, España, México, Costa Rica, Argentina y Colombia, entre otros, nos esperaba un hombre vestido impecablemente de blanco, con un parecido muy cercano a Gabriel García Márquez.
Era Jaime, su hermano, un ingeniero de caminos, quien a petición de su hermano mayor ahora era director ejecutivo de la FNPI.
Durante el viaje de ocho hora en bus de Barranquilla a Aracataca, empezamos a escuchar historias que Jaime contaba de GGM y fue entonces cuando creo que todos empezamos a albergar en el silencio de nuestros corazones que quizá el maestro se aparecería en cualquier momento para interrumpir la clase que dirigía Milagros Socorro para contarnos él, de primera mano, cómo era la escuela Montessori donde había estudiado; la casa del abuelo donde había escuchado las más inesperadas historias de Tranquilinia Iguarán; entre ellas la de Alfonso Mora, y el muerto que se le había aparecido, y albergamos, también, la esperanza de que nos acompañara a la Iglesia de San José, ubicada en el centro de Aracataca, y que de paso nos llevara a la vieja casa del telegrafista, donde su padre había sido protagonista de tantas historias.
Cada vez que íbamos al centro de Aracataca, donde se respiraba ese aire de Gabriel García Márquez, que era una mezcla de orgullo, de ausencia y de nostalgia, regresábamos con la secreta esperanza de que hoy sí, en esa tarde calurosa, a 35 grados, y rodeados de almendros, el hombre de la guayabera caribe se nos aparecería para dejarnos enmudecidos con su presencia.
Conforme pasaban los días– en los que estudiábamos sus textos y conocíamos gentes en Aracataba, donde pasaba el río evocado en Macondo, y donde se daban situaciones propias del realismo mágico magistralmente evocado en Cien años de soledad–, empezamos a convencernos de que tal vez el milagro no sucediera, y que tal vez el secreto afán de conocer al escritor vivo más importante de América Latina en el siglo XX, solo fuera una quimera más alimentada al son del calor infernal de su tierra.
Y en efecto, al regreso a Barranquilla, para cerrar el taller en La Cueva, donde GGM se reunía con Álvaro Cepeda Samudio y sus cómplices para hablar de Faulkner, Hemingway y Virginia Wolf, entre otros, poco a poco íbamos aceptando que las horas se nos agotaban y que el Nobel no aparecería.
Lo esperamos, creo yo, todos con secreto entusiasmo una semana completa en Aracataca, en la que solo bastaron unas horas para comprobar aquello que GGM había dicho una vez y que sonaba a una verdad demasiado literaria para creerla: él no había inventado nada, todo estaba ahí en la realidad de su tierra, la cual daría origen a su Macondo sin fin.
Lo esperamos y nunca llegó , y fue entonces cuando comprendí lo trascendental del viaje a Aracataca: nos habíamos acercado a él a través de la esencia de un pueblo que seguía aguardando, casi un siglo después, en la estación de Macondo con sus mariposas amarillas, el eterno tren de las once de la mañana: quimera, ilusión y mito de una literatura que llevaría por siempre el sello inmortal de Gabriel García Márquez.
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