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Un Montecristo de carne y hueso

La cultura oficial le negó un año más el Premio Nacional de Cultura a José León Sánchez, pese a sus grandes aportes a la literatura nacional, y para compartir con el escritor un equipo de universidad lo visitó en la Quinta de don Cosme, en San Rafael de Heredia 

José Eduardo Mora *
informacion@joseeduardomora.com

Hijo de una prostituta. Prófugo de orfanatos. Prófugo de cárceles. Sobreviviente de sí mismo: José León Sánchez es un extraño milagro que emergió de la nada para convertirse en el autor costarricense más leído en el mundo.

La Isla de los Hombres Solos registra más de 143 ediciones, según el autor, y Tenochtitlan es considerada una de las mejores novelas “mexicanas”, al tiempo que pocos recuerdan que el escritor ingresó a prisión cuando casi era un adolescente y no sabía leer ni escribir.

A pesar de que han pasado más de 60 años de que lo declararan “El monstruo de la Basílica” y de que quienes lo juzgaron en su tiempo la mayoría ya están muertos, José León, a sus 86 años, percibe, y lo dice sin temores, que todavía lo consideran un delincuente, y por eso la cultura oficial lo mantiene al margen.

Ha hecho méritos suficientes para que le otorguen el Premio Nacional de Cultura Magón y año tras año se lo niegan. Aunque ha recibido importantes reconocimientos en el exterior– el primero es el ser el escritor nacional más conocido y traducido, en especial por los dos libros ya citados, y un doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma de México–, José León es una fantasma para la cultura estatal, que olvida al poeta que subyace en cada uno de sus textos.

Algunos lo arrinconan al decir que ciertos libros suyos muestran un descuido formal en su escritura. Y es el propio José León el primero en aceptar parte de esas críticas, pero el don poético, ese extraño don de la escritura que se manifiesta en la naturaleza de ciertos hombres, lo acompaña desde siempre, y es el que marca la diferencia con sus colegas nacionales y de otros ámbitos.

En 1988, la Sala Constitucional lo eximió de responsabilidad en el crimen de La Basílica de Los Ángeles, por el que purgó más de 30 años en prisión, pero el dedo acusador lo sigue juzgando desde la penumbra, y , cada vez que surge una ocasión, aparece de nuevo señalándolo como el prófugo, el monstruo, que mereció pudrirse en prisión.

Para quebrar esa visión bastaría con sus libros, pero aquel que lo conoce y lo trata, descubre bajo esa piel curtida, de indígena rebelde y luchador, a un ser humano con el corazón abierto, amante de la cultura precolombina, y poseedor de ese singular don de saber contar en clave poética, la cual se aleja de esos lenguajes artificiales y “afectados”, en los que prevale el egocentrismo mal calculado del escritor, el cual a su vez termina por anular cualquier intento de autenticidad.

AFUERA LA LLOVIZNA

Es el viernes 18 de enero. El clima en San Rafael de Heredia es frío a ráfagas. A ratos sale el sol. Es media tarde. Y en la quinta de don Cosme la conversación con José León va y viene entre distintos asuntos culturales y literarios. A veces se cuela un tema político, pero pasa de lejos.

La visita al escritor la motivaron su estado de salud, sobre el que había mucha bruma o misterio, por efecto de las desinformaciones que circulaban en diferentes ámbitos.

La otra razón es la reciente aparición de “Al florecer las rosas madrugaron”, su más reciente novela, en la que traza un recorrido por la vida de Chavela Vargas, la cantante tica que renegaba de Costa Rica, lo que ya la convertía en un personaje polémico para el país.

Esta tarde, lleva, como es su estilo, una guayabera, esta vez de un celeste tenue, de manga larga y calza sandalias, como suele suceder cuando se está en la comodidad de la casa.

Recibe al equipo periodístico de UNIVERSIDAD con regocijo. Se le nota en sus palabras y en sus gestos.

Su estado de salud no es como lo planteaban los blogueros de ocasión, es decir, no está a punto de morirse como lo anunciaron varios en la red.

Lo primero que se consta al estar frente a frente es que el espíritu del poeta está intacto. Él reconoce que hace unas semanas viajó a México para que le pusieran dos stein, debido a sus problemas cardíacos. José León asegura que ha sobrevivido a tres infartos en su extensa vida. A lo que habría que agregar una estancia de 30 años en la cárcel en condiciones inhumanas, lo que revela su especial capacidad para sobreponerse a situaciones extremas.

Al dar la bienvenida, sonríe con timidez, y más adelante, sin darse cuenta, hará gala de sus habilidades físicas para moverse en espacios reducidos. Esa naturaleza noble y rebelde se le manifiesta simplemente.

La tarde se abre con el tema de Chavela (véase nota aparte), a quien rindió grande admiración, pero con la que no tuvo contemplaciones a la hora de armar su novela. Sí, porque lo suyo es contar una “gran mentira”. Una mentira verosímil, como corresponde al arte de narrar en la novela. La biografía. La historia. Son otros campos y él ahí no quiere meterse en este caso. Ya lo hará en su próximo proyecto: la guerra sucia. En la que pretende contar una historia sobre Juan Rafael Mora muy distinta a la que hasta el momento se conoce. Ese libro es, por ahora, solo un proyecto, y por el gesto que hace ni él sabe si llegará a buen puerto.

Ahora responde a preguntas sobre esa Chavela Vargas, con cuya biografía, ahora sí, tiene algunas similitudes, por el mero hecho de que fue México el país que a ambos les abrió la puerta para triunfar.

Su amor por México tantas veces citado en la conversación, se da porque allá le publicaron Tenochtitlan. Y por que en la gran nación azteca se hizo la película de la Isla de los Hombres Solos+. Y porque en esa tierra descubrió a Juan Rulfo, cuyo estructura literaria y manejo del idioma le mostraron, como a tantos otros, el camino a seguir en el arduo y desmesurado sendero del arte de narrar.

“A México le debo todo”. Esa es una frase que ha repetido tanto que en su mundo y en su idioma, que ya es un himno. Ello no significa, no obstante, que José León reniegue de Costa Rica. Esa alma que empezó a gestarse en Río Cuarto de Cucaracho de Grecia, donde el niño, como dice su historia, fue abandonado, al ser su madre una prostituta, destila y respira admiración y regocijo por el país que lo vio nacer.

Aquí estuvo a punto de podrirse en la cárcel y ese padecimiento le permitió escribir ese documento que se hizo universal: La Isla de los Hombre Solos. No es una novela, advierte una vez más, “es un documento humano”.

Las miserias de una prisión desmedida como la de San Lucas, con cuyo texto él contribuyó a cerrar, son narradas desde la vivencia, y el haber sido testigo durante extensos años de cómo el hombre trataba a sus semejantes tal si fueran animales.

Visitar al poeta, le gusta que le digan así, porque en el fondo eso es lo que es: un poeta, es toda una experiencia. Y fue este poeta el que también, en un encuentro anterior, nos había soltado esta frase, que a muchos en aquella ocasión, como hoy, no les gustará: “no hemos aportado un solo verso a la literatura universal”.

Y con esta afirmación trasluce otro elemento de su personalidad: su gusto silencioso por la polémica, porque no teme decir lo que piensa, acerca, incluso, de figuras connotadas.

EL ETERNO MAGÓN 

Cuando se le pregunta por el Premio Nacional de Cultura Magón, José León sonríe con esa malicia indígena que le caracteriza. Tiene enfrente una taza de café y un tamal. Si usted visita la Quinta de don Cosme ese es un ritual que no se puede perder. El café y el tamal, y hay ocasiones en el que es el propio escritor el que oficia de anfitrión, para demostrar con ese gesto su gratitud por la visita, y el que el ser humano se impone al hombre de éxito en que lo convirtieron sus dos “long sellers” como son Tenochitlan y La Isla de los Hombres Solos.

A la pregunta sobre el Magón responde con contundencia: “No, no me lo van a dar nunca, porque todavía me consideran un delincuente”. Ese delincuente asombró a los mexicanos con Tenochtitlan, la última batalla de los aztecas. En esa nación todavía se preguntan cómo un costarricense fue capaz de escribir esa novela y no ellos.

Su amor por lo precolombino explica en parte esa gran aventura, elogiada por escritores de la talla de Carlos Fuentes.

“No, no me lo van a dar nunca, repite. Aunque claro, se lo dieron a un bailarín por brincar y a Guido Sáenz por sembrar árboles”.

Y agrega, ya embalado ese arsenal de ironía que a ratos destila para defenderse del pasado y del presente y quizá del futuro: “Beto Cañas, que fue amigo mío toda la vida, y por eso lloré cuando se murió, me dijo que no me lo iban a dar nunca, porque yo amo demasiado a México”.

No niega, sin embargo, que le gustaría que se lo concedan. Cree merecerlo. Y más importante aún: hay una obra que lo respalda, pero hay un pasado que lo condena. Esa sombra de la Basílica. Esa sombra de la Penitenciaría. Esa sombra de San Lucas. Esa sombra de una madre prostituta. Esa sombra de una hermana prostituta. Esa sombra de 30 años en prisión, pesan, enormemente, en la cultura oficial, que premia a los suyos.

En su condición de escritor costarricense consagrado no tiene reparos, no obstante, para decir que el trabajo del Premio Magón 2014, Miguel Ángel Quesada, le parece meritorio, y que le gusta su aporte para tratar de salvar las lenguas indígenas del país.

LA TARDE LENTA

José León pudo escribir Tenochtitlan porque es un enamorado del mundo precolombino. Su biblioteca, compuesta por unos 11.000 volúmenes, tenían un marcado interés en este período de nuestra américa.

Pero ahora que ha entrado en esa recta final de su vida, porque a sus 86 años, pese a que se ve y se siente bien, nunca se sabe, como él mismo reconoce, decidió donarla a la Universidad Nacional (UNA). “En la UNA me nombraron profesor meritorio, seguro porque les regalé la biblioteca”, dice y se ríe de sí mismo. El humor, a lo largo de la charla y de su vida, es un elemento de relevancia en él.

La razón de la donación, es que quiere que sus libros estén a disposición de los estudiantes, debido a que muchos de esos textos son difíciles de conseguir, dado que los obtuvo en diferentes partes del mundo.

Se ha desprendido de su biblioteca, pero de ella quedan, en su casa, algunos volúmenes, como las primeras ediciones de sus libros pegados a la pared con clavos. La imagen, de entrada, puede parecer contradictoria: libros pegados con clavos.

La idea es que no se desaparecieran tan fácilmente, pero ese proceder denota, de manera inconsciente, cómo este escritor surgido de la nada, tuvo que arrancar todo lo que ha obtenido con una voluntad recia. José León es un hombre para quien las medias tintas no existen. No bastaba, entonces, con poner con delicadeza la primera edición de Campanas para llamar al viento, o la de Cuando nos alcanza el ayer, o la de Cuando canta el caracol, o la de La luna de la yerba roja en un estante: no, había que pegarlos con clavos para que la realidad no volviera a contradecir a los hechos.

Entregó casi todos sus libros, menos esos clavados a la pared. Y otros pocos que aún conserva. Los muestra en lo que queda de su biblioteca. Y en el cuartito pequeño en que están, se sube la camisa como un niño para taparse la cara y desafía a los periodistas a que lean, al azar, esta o aquella página, para demostrar que ha leído los libros que posee. En esa pose infantil conserva el alma de niño que aún anima al escritor. No en vano en un momento confesará su admiración por Carlos Luis Fallas (Calufa) y en especial por su inolvidable Marcos Ramírez. Al escritor alajuelense, cada vez que puede, lo llama maestro.

La memoria le juega una mala pasada, en el ejercicio de reconocer a los autores de cada libro, pero es solo un juego y no hay nada que demostrar.

DEUDO CON CALUFA

En la conversación han ido apareciendo sus viejos amigos y sus admirados. Tal es el caso de Jorge Debravo, cuyo funeral José León recuerda con nitidez pese al paso inexorable del tiempo.

El poeta, que murió el 4 de agosto de 1967 en un accidente de motocicleta, era ya para entonces una figura reconocida y cuando José León habla de él deja traslucir esa fascinación que ejercía en el grupo. Para José León eran tiempos difíciles y para el Círculo de Poetas de Turrialba, adversados desde los periódicos de derecha por su vinculación con las ideas de izquierda, también.

En esos tiempos duros, el apoyo y la solidaridad de Arnoldo Herrera, Premio Magón 1991, resultó determinante, como tantas veces lo destacó en la plática.

El funeral pasado por agua. El féretro que flota en la fosa. El cura que antes ha negado que al cuerpo del poeta lo ingresaran en la iglesia. La esposa que llora. La madre que sufre. El escritor evocaba aquellos tiempos para recordar su admiración y reafirmar que era una coyuntura complicada para los creadores costarricenses. Y cuando se le pregunta por Calufa vuelve la sonrisa a su rostro.

Con el autor de Mamita Yunai, cuenta, tuvo una relación especial, porque en un momento dado lo enviaron a que fuera su ayudante de zapatería, dado su bajo nivel en la escuela de El Llano de Alajuela.

Muchos años después se lo volvería a encontrar, cuando Calufa hizo una visita a la Isla de los Hombres Solos+ para ver a su hijo. El mayor homenaje, no obstante, surge cuando José León confiesa que el primer libro que logró leer y entender bien fue Marcos Ramírez, y fue cuando empezó a acariciar en silencio la posibilidad de algún día ser escritor.

Mamita Yunai es un documento, una novela, que cambió las leyes laborales de América Latina. Algunos dicen que está mal escrito porque Fallas no admitía que lo corrigieran. Bueno, fue algo de lo que me pasó después con La Isla de los Hombres Solos, que ahí está con sus errores”.

Al hablar de Fallas recuerda que en 2010 pusieron su novela Tenochtitlan como libro de lectura para secundaria, pero que en ese mismo año cometieron la “barbaridad de quitar a Calufa”. “¿Cómo puede ser posible?”. Y de inmediato sonríe con timidez.

PASIONES SIN TIEMPO

Para José León lo precolombino es un tema trascendental. Por tal motivo, anda enfrascado desde hace unos diez años en el estudio del Quipu de Talamanca, y en cómo descifrar el código que a su vez permitiría la lectura de decenas de libros similares en el mundo y en especial en América Latina.

Antes había andado enrolado en cómo la humanidad podría reconstruir la biblioteca de Alejandría y en ese sentido, en cómo Costa Rica y Centroamérica podrían hacer su aporte. Le gusta, por lo tanto, asumir empresas colosales como fueron en su tiempo mejorar la vida de los reclusos en la Isla de San Lucas, donde pasó casi la mitad de su vida.

En ese penal abrió una biblioteca y a la vez se dispuso a enseñarle a sus compañeros a leer. Esa trascendencia del saber siempre lo ha acompañado. De ahí que en un momento de la conversación, que se extendió de tres de la tarde a eso de las ocho de la noche, José León muestra el método que ideó para enseñar a leer a sus compañeros en el la cárcel de San Lucas. Ya antes, en la Peni, se había adentrado en la publicación de un periódico.

Y como le gustan esas empresas desmesuradas, lo del Quipu lo ha atrapado y apasionado por tan extenso período.

Asegura que con el apoyo de prestigiosas universidades podrán llegar lejos y presentar a la comunidad internacional los hallazgos del estudio.

“Si estamos en la razón, comprobaremos que cuando los españoles arribaron a Talamanca, ya los aborígenes de acá sabían leer y escribir”.

Según investigaciones, el Quipu es anterior al ábaco”. Y agrega: “En el mundo hay unos 1000 Quipu que no se han podido leer. Si desciframos este, esos otros se podrán leer. Va a ser un descubrimiento enorme. En ese sueño estamos. Entonces si me van a tener que dar el Magón”, y dice esta última frase con un dejo de ironía.

NOVELISTA SIEMPRE

En José León, como en cualquier escritor inquieto, confluyen varias formas de expresarse: el cuento, el ensayo, el artículo periodístico y la novela. Esta última se impone siempre en él. Esa necesidad de defenderse desde que era un niño de pocos meses lo ha arrastrado a tener que explicarse su propia vida a partir de los relatos que construye de la realidad para entender y explicar a su vez a los otros.

En ese magnífico ejercicio, es que surge el narrador. El que se vale de una gran mentira para contar una vida, una situación, un instante. Es el arte de novelar el que emerge en ese preciso momento.

Ya lo había dicho en otro contexto y con otros fines, pero aquí cae como dicho para tales efectos, Sir Arthur Conan Doyle por medio de su inmortal personaje, Sherlock Holmes: el arte en la sangre adquiere diferentes formas. Y eso pasa con el autor de A la izquierda del sol.

Y José León se vale en esta oportunidad de su arte para acercarse a Chavela Vargas, muerta y resucitada tantas veces en su larga vida de 94 años, en la que mantuvo siempre un juego de esgrima con Costa Rica, país al que desdeñaba en la distancia.

Ahora cuando muchos esperaban una biografía de Chavela, José León, que siente fascinación por el personaje, recurre a la novela para intentar retratar, desde la ficción, una vida real.

El ejercicio es altamente desafiante y está reservado para quienes conocen el oficio.

No quería hacer un documental de la obra de la cantante que una vez surgió de las cenizas del alcohol para volver a conquistar los escenarios, ayudada en un principio por el cineasta español Pedro Almodóvar.

Lo que buscaba con su más reciente trabajo era “novelar esa vida”, que por sus sombras, sus fracasos, sus contradicciones y sus estragos, podría suponerse que no requería de un novelista sino de un biógrafo, pero ya él había asumido el reto, aunque a la propia Vargas no le gustara en un principio, como confesó en su oportunidad.

La pregunta que flotó durante toda la charla es por qué se aventuró a este tema, si estaba enfrascado en otros asuntos que lo reclamaban y la respuesta surgió desde su mirada.

Cuando el grupo que participó de la entrevista observó el documental sobre Chavela Vargas, los ojos le brillaban en el claroscuro de su sala y cuando la protagonista de su novela empieza a cantar y va desgranando vida y milagros ajenos, en esas letras de aliento mexicano, el escritor confiesa: “no, es que no estoy a la altura de este personaje. No estoy a la altura de esta mujer”.

PALABRA Y MILAGRO

A este sobreviviente de la prisión y de la condena social lo salvó la palabra. La palabra operó en él el milagro de la transformación. Eso empezó a gestarse en la Penitenciaría Central, en la que hacían gala de poder y control “Los hijos del Diablo”. Era el tiempo de Caballón, entre otros, en los que la sangre y el cuchillo se vertían a cada día y era la ley del más fuerte la que prevalecía.

En ese contexto, la palabra le fue revelando a José León un nuevo camino en la vida. O más bien: le marcó el camino. El triunfo en 1963 en el Concurso Nacional de Cuento, en el que obtuvo el primer lugar por encima del doctor Constantino Láscaris y la escena aquella de la silla vacía, y las flores, y un Teatro Nacional abarrotado mientras él permanecía encerrado en San Lucas, constituyó un paso significativo en ese extenso camino.

La absolución social, no obstante, parece que nunca llegará. Ni siquiera con el respaldo de un fallo de la Sala Constitucional de 1988, en el que declaró la condena contra José León contraria a la ley, porque su confesión de culpabilidad se había producido en circunstancias de tortura.

La palabra hizo que José León saliera del presidio convertido en un Montecristo de carne y hueso. En un Edmundo Dantes salido del vientre de una madre prostituta y no de la imaginación de un autor como Alejandro Dumas.

Y es con la palabra con la que este hombre ha sostenido una batalla que ya dura 86 años, en un país en el que buena parte de la población todavía lo condena y no lo perdona. Y la muestra más fehaciente es ese silencio de la cultura oficial que invisibiliza sus méritos literarios, los cuales son elementos fácticos y hasta casi se pueden medir y pesar, si ese fuera el caso. No son opiniones de este o aquel crítico.

Tras una larga conversación en la Quinta de don Cosme con este escritor recio de luchas y penumbras, con la piel orgullosa del indígena, y ese rostro curtido de tiempo y sueños, se tiene la convicción de que se regresa de un largo viaje, marcado por episodios extraordinarios y por victorias inimaginables, mientras afuera la lluvia, el frío y la noche, anuncian la culminación del segundo viernes de enero, tan similar a los otros, que pareciera que este paraje no da cobijo a un hombre que se ha sabido imponer por encima de las extremas situaciones en las que le ha tocado vivir. Y pese a tan enorme mérito, la brisa de esta Costa Rica mezquina parece anunciar: nunca, nunca, nunca: nunca te perdonarán José León, siempre vivirás al margen, en la orilla prohibida de la vida.

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José León Sánchez es el autor costarricense más leído en el exterior. (Foto Semanario Universidad).

*La entrevista fue realizada por Mauricio Herrera, Beatriz Fernández, Álvaro Rojas y José Eduardo Mora, quien redactó el reportaje.

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JoséEdo-machote

Esperando a García Márquez en Aracataca

En diciembre de 2007 viajé a Aracataca, la tierra natal de Gabriel García Márquez (GGM), para participar en un taller de periodismo literario en homenaje a los 25 años que habían transcurrido después de que Gabo recibiera el Nobel de Literatura en 1982.

La razón por la cual me había decidido a intervenir en el concurso de los periodistas latinoamericanos que serían seleccionados por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) fue por una última línea que leí en la convocatoria en aquel octubre inclemente: “en Aracataca no hay Internet y no hay agua potable”.

¿Cómo era ese pueblo que ni siquiera tenía agua potable pero sí había sido capaz de parir un Nobel de Literatura?

Todas las veces anteriores en que había intentado ganarme un cupo con la FNPI, incluso con el respaldo de medios poderosos del país, la repuesta había sido negativa, así que ahora en la casilla de medios había anotado EL JORNAL, con el convencimiento de que, nuevamente, me quedaría en el camino.

La sorpresa mayor se dio cuando en la lista de los 12 periodistas latinoamericanos elegidos estaba mi nombre. Iría, entonces, a conocer la tierra de mi más preciado escritor, del que había aprendido en El amor en los tiempos del cólera cómo se hacían las transiciones y del que había leído que en cada párrafo, como lo aconsejaba Félix Cagnet, tenía que pasar algo: un vaso que se quiebra, una mosca que aparece, un avión que se cae, etc,.

En Barranquilla, al grupo de periodistas de Brasil, Chile, España, México, Costa Rica, Argentina y Colombia, entre otros, nos esperaba un hombre vestido impecablemente de blanco, con un parecido muy cercano a Gabriel García Márquez.

Era Jaime, su hermano, un ingeniero de caminos, quien a petición de su hermano mayor ahora era director ejecutivo de la FNPI.

Durante el viaje de ocho hora en bus de Barranquilla a Aracataca, empezamos a escuchar historias que Jaime contaba de GGM y fue entonces cuando creo que todos empezamos a albergar en el silencio de nuestros corazones que quizá el maestro se aparecería en cualquier momento para interrumpir la clase que dirigía Milagros Socorro para contarnos él, de primera mano, cómo era la escuela Montessori donde había estudiado; la casa del abuelo donde había escuchado las más inesperadas historias de Tranquilinia Iguarán; entre ellas la de Alfonso Mora, y el muerto que se le había aparecido, y albergamos, también, la esperanza de que nos acompañara a la Iglesia de San José, ubicada en el centro de Aracataca, y que de paso nos llevara a la vieja casa del telegrafista, donde su padre había sido protagonista de tantas historias.

Cada vez que íbamos al centro de Aracataca, donde se respiraba ese aire de Gabriel García Márquez, que era una mezcla de orgullo, de ausencia y de nostalgia, regresábamos con la secreta esperanza de que hoy sí, en esa tarde calurosa, a 35 grados, y rodeados de almendros, el hombre de la guayabera caribe se nos aparecería para dejarnos enmudecidos con su presencia.

Conforme pasaban los días– en los que estudiábamos sus textos y conocíamos gentes en Aracataba, donde pasaba el río evocado en Macondo, y donde se daban situaciones propias del realismo mágico magistralmente evocado en Cien años de soledad–, empezamos a convencernos de que tal vez el milagro no sucediera, y que tal vez el secreto afán de conocer al escritor vivo más importante de América Latina en el siglo XX, solo fuera una quimera más alimentada al son del calor infernal de su tierra.

Y en efecto, al regreso a Barranquilla, para cerrar el taller en La Cueva, donde GGM se reunía con Álvaro Cepeda Samudio y sus cómplices para hablar de Faulkner, Hemingway y Virginia Wolf, entre otros, poco a poco íbamos aceptando que las horas se nos agotaban y que el Nobel no aparecería.

Lo esperamos, creo yo, todos con secreto entusiasmo una semana completa en Aracataca, en la que solo bastaron unas horas para comprobar aquello que GGM había dicho una vez y que sonaba a una verdad demasiado literaria para creerla: él no había inventado nada, todo estaba ahí en la realidad de su tierra, la cual daría origen a su Macondo sin fin.

Lo esperamos y nunca llegó , y fue entonces cuando comprendí lo trascendental del viaje a Aracataca: nos habíamos acercado a él a través de la esencia de un pueblo que seguía aguardando, casi un siglo después, en la estación de Macondo con sus mariposas amarillas, el eterno tren de las once de la mañana: quimera, ilusión y mito de una literatura que llevaría por siempre el sello inmortal de Gabriel García Márquez.

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Gabriel García Márquez, Nobel de literatura en 1982.

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JoséEdo-machote

El mundo según Saramago

En junio de 2005 el Nobel de Literatura visitó la Universidad Nacional de Costa Rica y tras su muerte el pasado 18 de junio, a sus 87 años, rescatamos aquella magistral conferencia en la que cautivó con su humanidad y compromiso.

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José Saramago (Foto web oficial del escritor).

José Eduardo Mora
informacion@joseeduardomora.com

Llegó impecablemente vestido como si fuera un caballero burgués.

Pantalón y corbata  grises y una camisa de mangas largas de un leve color papaya coronaban su atuendo.

Nadie hubiera podido sospechar que ese señor alto, elegante y de gruesos anteojos poco después llamaría a la indisciplina y a la insurrección, en un mundo marcado por el fracaso de la democracia.

Los jóvenes y adultos que lo escucharon en la tarde lluviosa del 23 de junio de 2005, le aplaudieron con el sentimiento de haber compartido un largo viaje por el pensamiento, pero en realidad solo había durado una hora y treinta minutos, durante los cuales el viejo Saramago evocó al hombre moderno como si estuviera atrapado en un regreso al oscurantismo de la Edad Media.

El premio Nobel de Literatura 1998 había sido convocado en la Universidad Nacional de Costa Rica para hablar de las “Humanidades en la Ciencia y en la Tecnología “, lo que solo le sirvió de pretexto para fustigar  el control que ejerce el poder económico y financiero en el mundo actual.

Desarrolló su discurso siguiendo con disimulo los apuntes escritos a mano en una  hoja de cuaderno escolar un tanto arrugada que sacó de la bolsa izquierda de su traje gris, pero ese método de orador desprevenido le bastó para ganarse la aprobación unánime de los asistentes, quienes lo aplaudieron con regocijo e incluso con agradecimiento, por su postura de intelectual comprometido.

El público lo siguió con un silencio absoluto, mientras él iba y venía por la Ilustración, los años 30, sus días de estudiante de mecánica y citaba a Umberto Eco, quien en un artículo reciente había pronosticado que el hombre será un animal muy distinto dentro de 50 años.

La solemnidad con que escuchaban su discurso, que más bien parecía una charla de un experimentado profesor, solo era interrumpida de vez en cuando por el  celular de un ejecutivo extraviado entre un público colmado de estudiantes y académicos.

Requirió, sin embargo, de varios minutos para entrar en calor con el auditorio. Lo delataba el gesto de llevarse en forma reiterada su mano derecha para rozarse el rostro recién afeitado, como si no fuera un consagrado, sino un novel escritor que apenas experimentaba los primeros encuentros con sus lectores.

“Vivimos en un mundo en el que todos somos neutrales. Nadie se compromete con nada; por eso predomina el temor, la resignación y el individualismo”, dijo mientras Pilar del Río, su compañera desde hace 19 años, lo escuchaba confundida entre el público como si fuera una admiradora más.

“El hombre es un ser social e incluso necesita que sus semejantes estén cerca para poder cometer sus crímenes”.

Para evitar la menor sospecha de que no iba a ser fiel al tema de su exposición, Saramago, nacido en Azhinaga en 1922, retornaba a ratos al objeto central de su charla.
“En el mundo hay un gran desarrollo tecnológico, pero un conocimiento científico muy superficial entre la gente.  Hay algunos, entre los que me encuentro yo, que usamos las computadoras como si fueran una máquina de escribir».

“No sabemos utilizarlas: una vez perdí 80 páginas, por eso ahora, cada página que escribo, la imprimo. Sin el papel no voy a ninguna parte. Soy un señor de otros tiempos”.

El autor de El evangelio según Jesucristo, libro por el que fue excomulgado por el Vaticano, sostuvo que la mayoría de las universidades responden a los intereses de las empresas, lo que explica el desplazamiento de las humanidades en la enseñanza contemporánea.

“Cuando estudiaba mecánica en un Instituto Profesional de Portugal por los años de 1939 y 1940, había dos materias que eran distintas a lo que se nos enseñaba, y eran literatura y francés, porque el inglés aún  no lo habían inventado”, dijo con ironía.

“Si uno vencía el temor de entrar a la biblioteca, en la que estaba un bibliotecario que tenía un rostro como de drácula, podía leer lo mejor de la literatura de entonces, y eso sucedía en un instituto profesional y no en una universidad; hoy la situación es diferente”.

En esa época, recalcó, no se insistía en la pregunta de ¿para qué sirve la literatura? o ¿para qué sirven las humanidades?
“Ya no interesa preguntarse ¿qué es el ser humano?, sino más bien, ¿para qué sirven los humanos?”, afirmó el creador de Todos los nombres.

Hoy, agregó el Nobel, y comunista confeso, se tiene la impresión de que la humanidad lo tiene todo, por el avance tecnológico que experimenta, y ese todo pasa por un mundo virtual.

Por esa razón, expresó con tono enfático, se olvidan detalles tan determinantes como abrir un libro, sentir su olor y pasar sus páginas en busca de lo que se quiere.
“Jóvenes de hoy, ¿por qué no leéis? ¿Por qué se privan de algo tan fundamental como es la lectura.  Yo creo que el buen lector nace, aunque no niego que pueda hacerse”.

Con  la tecnología y la ciencia como telón de fondo, Saramago fue hilando uno a uno los temas que lo llevaron al ciudadano del naciente siglo XXI, atrapado en las rejas de la falsa democracia que solo los convoca cada cuatro años para legitimar al poder político, económico y financiero que domina el mundo.

“Tenemos un problema mayor y es el ciudadano, porque vive en un sistema democrático en el que predomina el poder de los ricos”.
De vez en cuando, según fuera su interés en enfatizar la frase, Saramago extendía sus manos de oso y en la izquierda relucía su pequeño anillo de oro fino, símbolo del matrimonio con su compañera y traductora, la española Pilar del Río,  25 años menor que él, y a quien conoció sorpresivamente una tarde en Lisboa, por eso en su casa, en homenaje a ese encuentro, todos los relojes y a toda hora, marcan eternamente las 4 p.m., porque ese día, sostiene el viejo Nobel, su vida le cambió para siempre.

“¿Dónde está la verdad en la democracia? Nada es verdad.  A veces se cambia un gobierno por otro y nada pasa.  Se dan a lo sumo variaciones estéticas”.
“Hay una razón y es que no se puede tocar el poder real.  Acaso elegimos al presidente del Fondo Monetario Internacional o al del Banco Mundial o al de la Organización mundial del Comercio”.

En un ámbito tan convulso, consideró que los cambios experimentados en América Latina,  en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Brasil pueden ser el comienzo de una esperanza para el socialismo de la región, en un contexto en el que ciertos sectores indígenas han emergido entre las sombras.

“No está claro en qué dirección va el socialismo, lo que sí está claro es que la democracia es el gran problema y se requiere de una reinvención”.
Con esa voz pausada y con un marcado acento portugués que contaminaba cada frase de su castellano, Saramago llevó despacio pero seguro al auditorio por sus propios cauces, hasta proponerle la urgencia de apelar a la disconformidad para cortarle las alas al falso sistema democrático que prevalece en el orbe.

Tras esta afirmación, juntó sus manos y dio uno golpes leves sobre la mesa principal para recalcar que la democracia no va a ningún lado, motivo por el que es el momento de que se impulsen cambios que le den al ciudadano una verdadera participación en la sociedad.
“Por eso, y sonrío con timidez, los quiero convocar a la indisciplina, a la crítica, a confrontar nuestras razones”.

Finalizada su disertación, hubo un prolongado aplauso y cuando algunos comenzaban a moverse de sus asientos, Saramago retomó la palabra y comenzó a hablar con un entusiasmo juvenil– que contrastaba con sus 82 años– de la universidad y de la urgencia de ejercitar el pensamiento, pero cuando parecía haber alzado de nuevo el vuelo, se interrumpió bruscamente y dijo casi en un tono confidencial: “pero bueno, acabemos ya con esta homilía laica”.

Afuera caía un aguacero torrencial y tras abrirse las puertas del auditorio, los aplausos empezaron a mezclarse y a confundirse con la lluvia de junio, mientras los pensamientos de una insurrección revoloteaban en los corazones instigados por ese sacerdote ateo, alto y viejo, y un eterno enamorado de las palabras y de Pilar, y del tiempo…

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