Las maravillas de abril

Novela

Capítulo  

I

Los peritos forenses confirmaron lo que era obvio a simple vista: los zopilotes habían forcejeado fuertemente para repartirse los pedazos del cuerpo de José Inocencio Leal.

Los picotazos detectados en el cráneo eran una muestra evidente de la furia y el hambre con que los animales acometieron la tarea de acabar con su presa.

No existía certeza, pero todo inducía a creer que las aves habían ingresado por un hueco del tragaluz, aunque otros suponían que lo habían hecho por la puerta de la cocina que estaba entreabierta.

Animados por el olor a muerte, sostenía la primera tesis, los carroñeros se adueñaron con facilidad del cadáver.

Cuando descubrieron el cuerpo, ya los zopilotes le habían sacado los ojos, se habían repartido los intestinos, dado que a la altura del estómago se le notaba un violento hueco, y los girones de carne humana y descompuesta en la espalda eran escasos.

Nadie que hubiera conocido la jovialidad, el heroísmo y la ilusión que en vida transmitía José Inocencio Leal, hubiera creído que ahí estaba postrado y vencido en la soledad de su casa, descuartizado por los zopilotes errabundos que se lo repartieron sin misericordia, y que borraron de un solo plumazo y para siempre, la posibilidad de tener una muerte digna, rodeado de las guirnaldas del reconocimiento y de los aplausos de sus conciudadanos de El Porvenir, donde cada día y a cada hora, tras su regreso de darle varias veces la vuelta al mundo, trató de forjarse una leyenda que sobreviviera a los estragos del tiempo, y a la inclemencia de los gusanos que lo devorarían en cuestión de días o semanas, como él mismo solía bromear en el bar de Miguel Salvatierra.

La vida, embriagada de revancha o de azar, nunca se sabrá, se había encarnizado en el acto final con José Inocencio, y este no había resistido el último zarpazo de su omnipresente dolencia cardíaca, como él la llamaba, y una noche de luna llena de ese abril convulso y recordado, le había dado la estocada inclemente, en un momento en que nadie en el mundo se habría percatado, ni por error, de su existencia, y en esa soledad de hielo, le arrebató uno a uno la magma de sueños que aún conservaba en su viejo y cansado corazón.

La mañana en que Minerva Fuentes lo encontró en tal estado, ya José Inocencio Leal, confirmaron luego los especialistas forenses, llevaba exactamente siete días de muerto.

Había sido, justamente en el séptimo día, en el que los animales habían tenido la fortuna de descubrirlo, y entraron con la misma determinación con que salieron, puesto que en el susto de verse sorprendidos se despedazaron contra las ventanas de la sala y de la cocina, y esparcieron los restos de este héroe silencioso y caído, y llenaron de sangre la casa donde solía evocar sus días de gloria, y donde colgaban los títulos reales o imaginarios que había acumulado a lo largo de una vida sin par, como le gustaba llamarla, mientras le arrancaba a la memoria triunfos que nunca tuvo y victorias inciertas que se esfumaban al ritmo del canto nocturno de los grillos y del tímido vuelo de las candelillas.

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