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El placer de la lectura según Harold Bloom

 

Con un breve pero profundo ideario, el autor estadounidense ilumina el camino de la lectura

 

 (07 DE MAYO, 2017-). Harold Bloom, el crítico literario más relevante en los últimos 40 años en Estados Unidos, considera que la “lectura es la búsqueda de un placer difícil” y sobre este paradigma ha elaborado un esbozo del lector ideal para renovar la forma en que se lee.

Irreverente, polemista, profesor emérito de la Universidad de Yale, a sus 87 años, es todavía una conciencia que agita, ahora desde las sombras, debates sobre el rumbo de los estudios literarios y la función en cuanto al pensamiento que deben cumplir las universidades.

Desde niño fue un lector precoz y voraz, y a través de sus libros, entre ellos El canon Occidental; Shakespeare: la invención de lo humano; La anatomía de la influencia, la literatura como modo de vida; ¿Dónde se encuentra la sabiduría, y Cómo leer  y por qué, ha ido dejando pistas sobre el valor de la lectura como ejercicio del pensamiento profundo y lineal.

Heredero de los clásicos y románticos críticos ingleses, en especial Samuel Johnson y William Hazlitt, y nacido el 11 de julio de 1930, Bloom ve en la lectura un camino para que el individuo sea capaz de “juzgar y opinar” por sí mismo, lo que con la irrupción de Internet se ha ido perdiendo, según Nicholas Carr, quien en su libro: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, ha enfatizado los procesos de enajenación del pensamiento ante el poder de las tecnologías actuales.

La lectura, para nuestro autor, es un principio para interactuar con “la alteridad” propia o ajena, y es el más saludable placer “desde el punto de vista espiritual”.

“Leemos no solo porque nos es imposible conocer a toda la gente que quisiéramos, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la falta de comprensión y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional”.

Para que ese “placer difícil” tome sentido y se convierta en parte activa de la existencia del lector ideal que perfila en Cómo leer y por qué y en varios de sus libros, dado que la crítica literaria forma parte de ese quehacer, es necesario desarrollarla “como una disciplina implícita”, es decir, mediante un modelo personal e intransferible.

¿Se puede enseñar a leer?, se pregunta Bloom con Virginia Woolf, y asegura con ironía que el mejor consejo es no aceptar consejos, pero acto seguido advierte que, mientras “uno no llegue a ser uno mismo”, no estaría de más escuchar a los más sabios en el arte de leer, práctica que se disparó tras la aparición de la imprenta de Gutenberg en 1439, que cambiaría de una vez y para siempre el curso de la humanidad.

Para este crítico literario, hoy longevo y cansado, “leemos para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses”.

De ahí que participe de la idea de Francis Bacon sobre el cultivo de la lectura: “No leais para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o disertación, sino para sopesar y reflexionar”.

Esa reflexión y ese sopesar se han visto afectados con la irrupción de las nuevas tecnologías, como sucedió en los años cincuenta con la televisión cuando se consolidó como medio.

“La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tenernos que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura”.

En ese sentido, “los placeres de la lectura son más egoístas que sociales”, porque “uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente”. A partir de este punto, Bloom rechaza que la lectura personal tenga relación directa con el bien común, pero en sus principios luego se dejará arrastrar por ese halo de romanticismo de lo que alguna vez representó el “intelectual” para la sociedad.

Para Bloom, cuyo canon occidental todavía hoy despierta polémicas, y en el que marginó, como suele hacerlo, a los autores latinoamericanos, todo comienza y termina en Sheakespeare, cuyo Hamlet o Rey Lear, son capaces de ir hasta las más hondas profundidades del ser.

“Cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante ellas es la del pasmo. Cómo pudo existir no lo sé, y después de dos décadas de dar clases casi exclusivamente sobre él, el enigma me parece insoluble”, asegura en La Invención de lo humano.

Para tener una idea de la “bardolatría” de Bloom, basta con solo asomarse a la visión que tiene de Hamlet, el único personaje, sostiene, que es capaz de competir con sus tres precursores de su personalidad: “el Yahweh del Escritor J (el más antiguo escritor del Génesis, Éxodo, Números), el Jesús del Evangelio de Marcos y el Alá del Corán”.

Leído lo anterior, ya nadie se escandalizará, cuando Bloom, afirma: “Una cultura universitaria en la que la apreciación de la ropa interior de la cultura victoriana sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning, recuerda las vitriólicas satíricas de Nathanael West, pero no es más que la norma. Una consecuencia involuntaria de esa ‘poética cultural’ es que no puede surgir un nuevo Nathanael West , pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia”.

 

PRINCIPIOS PARA LEER

 

En su recorrido por autores de su predilección, Bloom esboza lo que son sus principios para renovar la forma de leer. El primero es: Límpiate la mente de tópicos, entendido aquí tópicos como lugar común, dado que la traducción está un poco estirada. Hay, considera, que despejar el camino y alejarse de esos conceptos “pseudointelectuales” que obstaculizan la lectura y que en muchos casos hasta son propiciados en los campos universitarios.

El segundo principio es el siguiente: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni con el modo en lo que lo lees. Reafirma aquí esa visión de que la lectura es un acto individual que tiene como aspiración suprema fortalecer la “personalidad”.

“El fortalecimiento de la propia personalidad ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay una ética de la lectura”.

El tercer principio parece, no obstante, contradecir el primero y el segundo: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres.

La idea de este principio tiene reminiscencias del pensamiento de Emerson, admite, y explica: “No hay por qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta, porque, si uno llega a ser un lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás”.

Y remata: “Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres y los hombres cultivados”.

El cuarto principio evoca la acción a la que llama cualquier lectura profunda a la que se aspire: Para leer bien hay que ser inventor. Y es de nuevo Emerson el que agita la flama en este punto.

Es el misreading de Bloom,  traducido como lectura desviada, y que tantos dolores de cabeza le ha generado a lo largo de su vida.

“La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente y no sobreviene sin años de lectura profunda”.

La recuperación de lo irónico es el quinto principio para la renovación de la lectura, pero a esta altura, ya el autor admite su escepticismo, el mismo que ha lastrado la propia enseñanza universitaria producto de las modas.

“…enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado”.

En un mundo en el que sobreabunda la información, el viejo profesor de Yale, después de compartir sus principios para renovar la lectura, expresa: “No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial para que leamos. A la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría?

El gran arte de narrar de Ferdinand von Schirach

 

Sobrio. Contundente. Verosímil. El autor sacudió las letras alemanas hace ocho años y no ha dejado de agitarlas 

 

Es un animal de una especie en extinción. Es un narrador nato. Se diría que nació para contar, pero lo suyo ha sido el derecho penal, que le ha servido de marco de referencia para publicar sus libros.

Crímenes, su primer libro, apareció en 2009 en Alemania y causó una conmoción: por las historias, por la forma sobria y brutal de narrar. Da la impresión de que Ferdinand Von Schirach se saca de las entrañas cada palabra. ¿Cómo puede un abogado de toda la vida escribir tan bien? Letrados se llamaban hace muchos años. Schirach hace honor a ese pasado, pulverizado en el presente por abogados semianalfabetos.

Su primer libro son apenas 11 historias. Es abrumadora la forma que envuelve a cada caso. La atmósfera de cada relato se respira y se siente en la piel. Es tan grande la magia de narrar del autor, que todo parece tan sencillo, como sentarse a escribir y que el texto fluya con la naturalidad que sabemos no existe ni existirá. El arte de narrar depende de la técnica y esta no se improvisa ni se compra en la esquina del barrio, ni en los salones por los que se pasean los pseudoescritores que tanto pululan por presentaciones y agasajos.

Lo de Ferdinan Von Schirach es un arte mayor. Como todo artista, en las entrevistas que ha dado, no sabe explicar bien cómo ha podido dominar con tanta maestría ese arte. Eso es lo de menos. Lo que interesa es que el autor, nacido en Múnich en 1964, ha convertido en oro unos archivos que en manos de un principiante o en un simple abogado hubieran terminado sepultados en los anaqueles judiciales.

El, en cambio, ha sacado a relucir en esas historias toda la grandeza y la miseria del ser humano. Son historias basadas en hechos reales, detrás de las cuales hay un ejercicio de escritura que debería ser motivo de lectura en las facultades de derecho y periodismo de Costa Rica. En cambio, entiendo, que los primeros leen cada vez menos y los segundos se inclinan por los semióticos.

Crímenes abre con un relato demoledor. Tras su lectura, uno queda como el boxeador que ha perdido por nocaut y que para saber sobre lo sucedido lee la crónica en el periódico del día posterior.

Fähner– un médico reputado durante toda su vida y un hombre que jamás ha cometido una infracción, y que en su consultorio en Rottweil, ciudad ubicada en Baden-Württemberg, ha dado muestras de humanidad al atender, como su padre, también médico, a muchas generaciones y familias de la localidad– se ve de pronto con las manos manchadas de sangre.

El hombre sencillo que encontró en la jardinería una pasión y un motivo para salir de casa, estalla una mañana de septiembre contra Ingrid, su esposa, que lleva no menos de 40 años de reproches, insultos y desatinos contra él.

Le había jurado cuidarla para siempre en una mañana calurosa en El Cairo, a donde la joven pareja viajó para festejar su unión. Ese juramento lo mantuvo prisionero sin posibilidades de escape, hasta que esa mañana el médico que cultivaba manzanos, pierde la batalla emocional y con el hacha de su huerto le partió el cráneo en dos. Este hachazo fue mortal, pero la furia de Fähner no se detuvo hasta que le propinó 17 hachazos más.

Cuando ella abrió la puerta, Fähner cogió el hacha de la pared sin pronunciar palabra. Era de fabricación sueca, hecha a mano, estaba engrasada y sin una mota de óxido. Ingrid se quedó muda. Él todavía llevaba puestos los gruesos guantes de jardinero. Ella no apartaba los ojos del hacha. No retrocedió. Ya el primer hachazo, que le seccionó la bóveda craneal, resultó mortal. El hacha penetró con esquirlas en el hueso hasta el cerebro, el filo le partió la cara en dos. Antes de caer al suelo ya estaba muerta. A Fähner le costó trabajo sacar el hacha del cráneo, tuvo que apoyar el pie en el cuello de ella. Con dos fuertes hachazos separó la cabeza del tronco. El forense consignaría otros diecisiete hachazos, los que Fähner necesito para cortar brazos y piernas.

El apacible médico y lector de ciencia ficción, literatura a la que se había aficionado para escapar de las agresiones verbales de su esposa, y de las que estaba enterado todo el pueblo, había roto, como aceptó ante el tribunal que lo condenó, su promesa de cuidarla para siempre: pasara lo que pasara.

El relato, que se abre paso entre los hechos, no tiene una sola gota de morbo. Es un estilo consumado de un escritor primerizo.

En las diez historias que siguen, se mantiene la contundencia, la capacidad de observación y narración de este letrado llamado Ferdinand Von Schirach.

Ladrones, drogadictos, timadores e incluso ancianos en situaciones especiales: el ser humano, nos recuerda el autor, sigue siendo ese ser camaleónico capaz de vender a su propia madre para salvar su piel. Y lo conmovedor es que a lo largo de las historias, Schirach va dejando claro que esa cruz no es solo de gente de baja calaña. No, es la misma condición humana la que reluce con sus sombras y abismos.

 

CULPA Y SU PRIMERA NOVELA

 

La continuación de los relatos basados en hechos reales aparecería un año después (en 2010 en Alemania, 2012 en España) con el título de Culpa, bajo el cual se agruparon 15 historias.

Mantiene Schirach la pluma salvaje, brillante y lúcida del primer volumen.

La técnica es la misma: partir de los más de 700 casos en los que ha actuado como abogado defensor en procesos criminales,  y de los que ha extraído oro puro.

El ejercicio, podría decirse, está al alcance de cualquiera con acceso a expedientes judiciales, no obstante, la maestría en narrar, en elegir el detalle, la analogía, la metáfora y la estructura que llevará al lector por rumbos y meandros a su antojo, requiere de un don y de una técnica. Lo suyo es un arte exquisito. Da la impresión de que el ejercicio de la abogacía solo fue una larga preparación para desembocar en su vocación primera: el arte de narrar.

Tras el abrumador éxito de Crímenes y Culpa, ambos volúmenes traducidos a unos quince idiomas cada uno, Schirach se aventuró en la ficción pura con El caso Collini, una novela sostenida sobre bases jurídicas en la que de nuevo evoca su nítido y contundente arte de narrar.

La novela, publicada en 2011, desató una extensa polémica en Alemania, al apuntar a la prescripción de los delitos cometidos por los nazis. Ello obligó al Ministerio de Justicia a que creara una comisión para que investigara al pasado nacionalsocialista en dicho ente.

, solo que este se nota y se disfruta más en los relatos.

Schirach es nieto del líder nazi Baldur Von Schirach, condenado en los juicios de Nuremberg a 20 años de cárcel por crímenes contra la humanidad. Ese pasado de su familia nazi no lo esconde, pero el autor sostiene que no puede cargar con culpas ajenas.

Con El caso Collini, de nuevo, despliega Schirach su exquisitez en el arte de narrar, aunque su estilo se disfruta más en los relatos, por la propia naturaleza de estos y por su intensidad.

Frío. Contundente. Verosímil. Hasta los silencios tienen en el autor una honda significación. Con una plasticidad hemingwayniana y una voz propia: Ferdinand Von Schirach es un extraño espécimen de las letras alemanas de hoy. Grande es su arte de narrar.

 

*El autor es Máster en Literatura.

 

Amanecer infinito

Por José Eduardo Mora

 

Sucedió un amanecer hace 60 años exactos. Se fue sin decir una palabra. Todavía veo, como si fuera ayer, su silueta en el marco de la puerta. Se llevó pocas, por no decir ninguna, de sus pertenencias. Era un amanecer frío y las primeras luces, tímidas y escuetas, se colaban por las ventanas de la casa.

Se llamaba Eva Castellanos. Tenía 24 años. Yo solía presentarla a mis amigos y conocidos como mi mujer. El día en que se marchó, el jueves 2 de junio de 1955, cumplíamos 3 años, 11 meses y cinco días de vivir juntos.

Al día siguiente de su partida, yo debía unirme a mi unidad en el ejército y estaba seguro de que a la vuelta la encontraría en su jardín de calas y geranios. Nunca volvió. Nunca supe noticias suyas. A partir de entonces, comencé un extraño y prolongado exilio. Se me llegó a conocer, porque en el pueblo uno se enteraba de todo, como el escritor ermitaño. Solía publicar relatos en el magazine del pueblo y por eso me asociaban con que era escritor. Jamás lo pensé así, pero no protesté ni aclaré el asunto.

La partida de Eva fue un enigma. Tantas y tantas preguntas sin responder. Familiares y amigos insistían en que debía de haber alguna razón. Yo, hasta el día de hoy, no he encontrado ninguna.

Convertí nuestra casa en una espera prolongada. He hecho hasta lo imposible porque cada cosa que dejó, siga en su lugar. La cortina del cuarto que entonces era blanca y hoy tiene un amarillo intenso, permanece recogida a la mitad. La Virgen del Socorro que tenía en la mesita de noche y que estaba de medio lado sigue imperturbable. Los zapatos negros de tacón alto, ya con algún moho, están en el sitio exacto donde los dejó. Sus numerosos vestidos, porque a Eva le encantaba usar vestidos, los lavo cada año y los devuelvo, en el mismo orden en que estaban, a su sitio.

El cuaderno escolar con unos versos de adolescente, con sus faltas de ortografía y su letra casi ilegible, se conserva en la gaveta del escritorio que está en el tercer cuarto, aunque el paso del tiempo ha dañado el papel, y cada vez que los leo me parecen más cursis.

He procurado que el jardín se mantenga intacto, aunque tuve que usar, contra mi voluntad, un herbicida para combatir la maleza que amenazaba con tragarse las calas y los geranios, en el invierno pasado.

Los casetes que solía escuchar al atardecer con música romántica tienen las cintas llenas de humedad, pero he querido conservarlos con las brevísimas anotaciones al margen, en una letra huidiza y difícil de descifrar para otro que no sea yo.

La casa, que es de madera, la he pintado en estos últimos 60 años unas 12 veces, siempre guardando ese celeste claro, con el fin de que las modificaciones fueran las mínimas.

Las gentes, que no la conocieron, me han tachado de padecer una demencia sin remedio y no se explican que nunca más haya vivido otros amores, y no pueden comprender que espere a un fantasma. Nuestro amor es una leyenda en el pueblo y más allá.

Cuando salí por períodos prolongados de seis meses de mi casa, por razones de trabajo, le dejé instrucciones precisas– a riesgo de pagar hasta con su propia vida–, a Fátima Cervantes, quien hace el servicio doméstico, sobre la importancia de mantener cada cosa en su lugar.

Hoy, en el ocaso de mi vida, me sigo haciendo las mismas preguntas de cuando se fue y no encuentro las razones precisas de su extraño y sorpresivo adiós. Sucedió un amanecer, cuando nuestros sueños estaban intactos.

Aún hoy, con pasmosa frescura, recuerdo esos atardeceres de fuego, en los que cerrábamos los ojos al mismo tiempo y visitábamos países exóticos, y nos dejábamos arrastrar como dos adolescentes por los poderes de la imaginación.

Ayer estuve tentado a mover unos centímetros la Virgen del Socorro de su mesita de noche, pero en el momento en que estiré mi brazo derecho, sentí como una descarga eléctrica y retrocedí en el acto. No quiero que encuentre ni una sola de sus cosas en un sitio diferente. Mi agenda personalizada, en la que se puede leer mi nombre–Severino Cáceres– al pie de cada día, permanece abierta en la página en blanco de ese jueves aciago de junio.

Ahora que lo pienso, lo que más recuerdo son sus pasos, firmes y rítmicos, alejándose en la oscuridad, mientras la brisa arrastraba hacia la nada las primeras hojas de los higuerones mustios, en ese infinito e inesperado amanecer.

 

24 de mayo,  2016, Casa de la Araucaria

 

amanecer

La gran aventura del saber

José Eduardo Mora                                                                                                 

Máster en Literatura

 

(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 12 DE AGOSTO, 2015). En una de sus últimas entrevistas el escritor Isaac Asimov cuenta que el Presidente Franklin D. Rossevelt visitó en el hospital al reconocido jurista Oliver Wendell Holmes, y que lo encontró estudiando gramática griega.

El mandatario, entonces, le preguntó la razón por la cual a sus 90 años aún estudiaba tan difícil materia, con la sombra de una fuerte enfermedad que lo amenazaba con la muerte inminente, a lo que Wendell respondió: porque quiero mejorar mi mente.

El doctor Juan Jaramillo Antillón, desde los cinco años, empezó la gran aventura de su vida en su búsqueda incesante del conocimiento humano, y ya lleva 75 años ininterrumpidos de hurgar en los 15.000 volúmenes de su biblioteca, a la que hoy, todavía, consagra horas y horas en pos de encontrar la sabiduría que esconden los numerosos libros.

Está sordo y en una silla de ruedas, pero eso no son obstáculos para continuar con su gran empresa del saber, que se distingue por una particularidad: compartir ese conocimiento.

Por eso inició un diálogo que se traduce en 36 libros, decenas de ensayos y numerosas conferencias pronunciadas en diferentes partes del mundo. Como médico cirujano graduado en México, y profesor durante 38 años en la Escuela de Medicina de la Universidad de Costa Rica, acumula reconocimientos y aplausos, pero cuando le pregunté por el Premio Magón, me dijo que en una oportunidad había sido candidato, pero que lo desestimaron por “considerar que sus escritos eran de carácter científico”.

El niño que aprendió a leer en los carteles viejos de la capital mientras su padre lo llevaba por diferentes partes de aquella San José de los años treintas del siglo pasado, sigue hoy tan asombrado con el pensar humano como en sus primeros días.

Ha escrito sobre medicina, que fue su profesión durante 40 años, sobre física cuántica, filosofía, grandes personajes de la historia, evolución humana y sobre la mujer, entre otros muchos temas: lo suyo es un saber enciclopedista.

Ese afán por el saber tiene en él una particularidad: cada conocimiento que adquiere ha procurado traducirlo a un lenguaje sencillo, para que el hombre de la calle pueda entenderlo.

No escribe, y lo afirma con énfasis, para los eruditos, sino más bien para el hombre que se debate en el día a día contra las circunstancias.

“Soy un comunicador innato. Nunca he escrito para los especialistas, excepto los libros de medicina, sino más bien para la gente común”.

Y esa fase de comunicador simplemente la transpira. De cuando en cuando advierte de que ya está viejo y de que a los viejos les gusta hablar mucho. “Avíseme cuando me paso”.

El encuentro se realiza en su casa y contamos con el auxilio de su ayudante Rosario Martínez, quien tiene 25 años de vivir con la familia, y es ella la que escribe en una pequeña pizarra las preguntas que se le van formulando, dada la citada incapacidad auditiva.

Su dolencia física, lo han operados dos veces de la columna, su impedimento para movilizarse por su cuenta –está en una silla de ruedas—y su sordera no le impiden al doctor haber continuado con esa pasión sin límites por el conocimiento humano.

La biblia es una de sus grandes fuentes. Empezó a leerla con pasión cuando comenzó a dudar de los dogmas católicos, religión que abrazó, sobre todo, en sus años de juventud.

Hoy día cuenta con 14 versiones de la biblia, entre las que se encuentran la judía, la católica, la calvinista y la metodista. También ha incursionado en el estudio del Corán: “he querido conocer las contradicciones en que incurren las diferentes versiones”.

Y añade: “El evangelio de San Juan, escrito unos cien años después, por ejemplo, es muy distinto de los otros”.

Cuando va narrando esas diferencias, en su mirada se trasluce la satisfacción de haber iniciado esa gran aventura del conocimiento para ponerlo al servicio de los otros.

Fue en el pueblito de San Javier, en Sinaloa, México, a 3.500 kilómetros del Distrito Federal, allá por 1959, cuando fue a hacer parte de su servicio social, donde el hoy erudito se dio cuenta de que como médico el conocimiento técnico le era insuficiente para entender a sus pacientes.

“Descubrí que había un problema. Si quería entender al enfermo debía conocerlo en toda su dimensión humana. Y ello tenía que ver con la antropología, la sociología, la psicología. Solo así podía aproximarme al ser humano para comprender al paciente”.

Y ahí empezó ese gran sendero hacia el saber, porque después entroncó esa búsqueda insaciable con la filosofía, la física cuántica y la historia, entre otros conocimientos del hombre.

Durante muchos años, a pesar de que podía haber tenido una jornada de nueve horas en las cuales había realizado varias cirugías, el doctor Jaramillo Antillón llegaba a su casa a eso de las 7 p.m. y tras una leve pausa para descansar y conversar con su esposa Mabel Borges, sobre las vicisitudes del día, se internaba en su biblioteca cinco o seis horas a leer sobre avances, descubrimientos, biografías: ciencia, cultura, ciencia ficción, literatura, hasta que muchas veces podía sorprenderlo el amanecer del nuevo día.

Al doctor Jaramillo Antillón lo asistía, sin saberlo quizá, aquel viejo anhelo del escritor italiano Giovanny Papini, quien en su juventud albergó por muchos años la idea de escribir la gran enciclopedia cultural de la humanidad en varios tomos, hasta que el tiempo terminó por vencerlo y abandonó su gigantesca empresa.

Este afán por estudiar– a partir de la lectura en varios idiomas, entre ellos el inglés, francés, italiano y portugués–, profundizar y compartir ese conocimiento, le ha llevado a la descomunal tarea de escribir libros como: La cultura contra el mundo; La crisis en el seguro social de Costa Rica; La conducta animal del ser humano y el destino de nuestro mundo; La evolución de la cultura; historia y filosofía de la medicina; Gerencia y administración de servicios médicos y hospitales; Salud y seguridad social; Importancia de la medicina en la sociedad; ¿El sexo débil de la mujer?; La aventura humana; las paradojas de la ciencia; El tiempo y la mente; Lo humano de los genios; El cáncer, fundamentos de oncología; Historia y evolución del seguro social en Costa Rica; Evaluación y Acreditación para el control de calidad en escuelas de medicina y servicios médicos hospitalarios; Cáncer gástrico; Enfermedades de la tiroides y paratiroides; Historia y filosofía de la salud y la medicina; los problemas de la salud en Costa Rica; Reflexiones; Hemorragias digestivas; Conversaciones con las grandes figuras de la historia y El tiempo y la mente.

Sus textos, como se aprecia, se han movido siempre en ese círculo que procura aprehender al ser humano en toda su dimensión. También ha escrito sobre física cuántica que es otra de sus pasiones.

Por La aventura humana recibió el premio Aquileo J. Echeverría de Ensayo en 1992 y el volumen tuvo que ser reeditado.

En este texto el autor se adentra en un extenso recorrido que procura explicar la vida a partir de la evolución de millones de años y se apoya en multitud de fuentes para explicarle al lector los orígenes de dónde venimos.

Lo más trascendente es que quien se acerque con una inquietud por ahondar en este espinoso tema, salga al final con más dudas e inquietudes que certezas, y de ser así el premio para el ensayista estará dado, porque le recuerda aquella vieja máxima del ensayo, que es, justamente, la literatura de ideas siempre inacabadas.

Evolución cultural, ética, religión, pensamiento: el autor persigue, casi como si fuera un detective en funciones, ese hilo que lo vincule con un elemento, con un átomo que sea capaz de explicar el movimiento de la tierra y de las hondas preocupaciones que aquejan y revisten de fragilidad la condición humana.

La aventura humana es buen comienzo para nuevos lectores de este escritor que merece una mayor difusión y de que sus textos se estudien en escuelas y colegios del país.

Conversaciones con grandes figuras de la historia es un texto ideal para alumnos de cuarto y quinto año, para que una vez adentrados en las semblanzas en forma de diálogo que el autor trazó, tras largas investigaciones con los personajes que aparecen, se despierten intereses de ahondar más y más en esas figura señeras de la cultura universal.

“Todo lo que he estudiado se resume en este libro. Aquí hay una gran síntesis de lo que he sido como lector a lo largo de estos años”, nos dice en una esquina de su biblioteca a la que ya no le caben más libros y en la que tiene un lugar especial para los autores costarricenses, a los que aprecia y valora con esa pasión desbordada que caracteriza su búsqueda de la sabiduría.

En conversaciones con grandes figuras de la historia, un tomo de 542 páginas, usted podrá toparse con Tales de Mileto, Heráclito de Efeso, Demócrito, Sócrates, Akhenatón, Hammurabi, Hapshepsut, Buda, Confucio, Jesús, Lincoln, San Pablo, Baruch Spinoza, Darwin, Beethoven, Cervantes, Karl Popper, John Dewey, Copérnico y otro sin fin de pensadores, escritores y filósofos que han influido en la humanidad en los últimos 600 años y que han moldeado el mapa intelectual de este sabio costarricense.

 

LA ÉTICA DE LA HUMILDAD

Pese a su saber, el doctor Jaramillo Antillón transmite esa sencillez y esa humanidad que lo hicieron distinguirse en la academia, fue catedrático de medicina en la Universidad de Costa Rica, e incluso en la política, en la que es tan difícil articular acciones, no obstante, como Ministro de Salud, en el período 1982-1986, pudo impulsar una serie de medidas que aspiraban a mejorar la salud del pueblo costarricense, una de sus grandes preocupaciones desde que viviera aquella experiencia de tener que tratar a aborígenes mexicanos prácticamente sin medicamentos, en la que aprendió, también, que la sabiduría popular y la solidaridad eran capaces de obrar milagros.

Mientras discurre el encuentro, el doctor deja entrever asomos de su humor y le dice a la fotógrafa que él se parece a un Brad Pitt pero con 80 años.

“No soy John Wayne o Robert Tylor. Le digo esos nombres porque no conozco a las estrellas del cine de ahora”, y lo dice con un tono casi de disculpa.

Amante de la ciencia ficción, en especial de Isaac Asimov, el doctor Antillón recuerda que ya en primero y segundo año de escuela había leído a Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, y los libros de Emilio Salgari, los que desde entonces le despertaron ese amor por la imaginación.

Pese a ser un gran lector, capaz de devorar un libro de 300 páginas en cinco horas, reconoce que su fuerte no es la escritura y que siempre tuvo problemas con la ortografía, porque, quizá por su sordera, tuvo dificultades con los acentos.

“Porque leo muy rápido retengo poco, por eso quien vea mis libros descubrirá que todos están subrayados. No hay un solo libro de mis 15.000 que tengo en la biblioteca que no esté subrayado”.

VALENTÍA INTELECTUAL

 

Cuando publicó ¿El sexo débil de la mujer?, en 1997, recuerda que un grupo de intelectuales de la Universidad de Costa Rica lo acusaron de ser un escritor machista y de que el libro atentaba contra la mujer.

Ello lo obligó a participar en dos seminarios, en los que tuvo que defender, solo, la tesis de que el hombre y la mujer tienen diferencias biológicas y de conducta, y que son las que han permitido la evolución de la raza humana.

“Ya estaba muy sordo y aún así me aventuré asistir a los dos seminarios. En uno de ellos recuerdo que solo estaban dos hombres y 98 mujeres. Al final, creo que salí bien, porque se entendió que en ningún momento escribí para denigrar a la mujer, sino para hacer ver las diferencias entre ambos”.

El libro, en efecto, está dedicado a su esposa y compañera Mabel Borges por 52 años .

Como intelectual comprometido, el doctor no se esconde en temas que despiertan muchas interpretaciones, como el caso de la familia.

“Sobre este tema le puedo responder con Aristóteles, que ante la pregunta en mi libro Conversaciones con grandes figuras de la historia, él dice: ‘La familia es el núcleo del Estado y lo precede. Yo apoyo la permanencia de la familia como institución social dentro del Estado, pues creo que si desaparece, aún la unidad del Estado se resentirá’. Eso es lo que Aristóteles dice. Por mi parte, y ante la disolución de la familia que estamos viendo suceder en el mundo, la sociedad como un todo va a pagar las consecuencias de ello”.

MEMORIAS

Tras 38 libros, varios ya citados, que abarcan los más dispares saberes del conocimiento humano, el doctor Jaramillo Antillón se ha embarcado en otra gran tarea, que le supondrá, no ya ahondar en la vida de científicos, pensadores y escritores, sino en la suya propia.

Es hacer de nuevo el recorrido desde los pequeños años cuando con su padre Juan Jaramillo viajaba por aquella San José rural y de un espíritu muy distinto al de hoy, en la que aún predominaba un paisaje muy costarricense del cafetal y en la que todos se reconocían con una simple mirada.

Ahora en estas memorias le tocará enfrentarse a sus aciertos, miedos y descubrimientos. El viaje, en esta ocasión, será a la inversa, solo que tendrá la suerte de que lo acompañarán numerosos espíritus que ha ido descubriendo a lo largo de su extensa vida de pensador y escritor, y entre ellos no podrá faltar, cómo no, Cervantes, cuyo Quijote debió leer varias veces para comprender, en parte, su hondo significado.

“Al principio no lo entendí. Es que uno en el colegio no está preparado. Tuve que leerlo varias veces para aproximarme a este libro maravilloso. Esa amistad entre una persona enferma, como era Don Quijote, y Sancho, que era cuerdo, fue extraordinaria. “Qué respeto y qué cariño se creó entre ellos. Es algo excepcional. La mayor enseñanza del Quijote es que en el mundo hay gente buena y capaz de arriesgar su prestigio y riqueza para mejorarlo.

“El Quijote es inagotable. Lo he leído con la pasión con que he leído las biblias. Y me interesan mucho las interpretaciones que han hecho de él los grandes escritores”.

Y si de escritores se trata, en su caso, escribe con un afán que le da sentido a su vida de médico e intelectual comprometido: compartir el conocimiento que es capaz de mejorar al ser humano.

“Yo escribo para el porvenir”, expresa, mientras los amighettis colgados en la pared rematan el cuadro que representa este hombre educado y sencillo, que ha cruzado mares, fronteras y tiempos, para extraer el saber de las fuentes más disímiles y profundas que encierran como un tesoro el saber de la humanidad.

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El doctor Juan Jaramillo Antillón es uno de los pocos enciclopedistas que quedan en Costa Rica. (Foto Katya Alvarado, Semanario Universidad).

Publicado originalmente en el Semanario Universidad

Esperando a García Márquez en Aracataca

En diciembre de 2007 viajé a Aracataca, la tierra natal de Gabriel García Márquez (GGM), para participar en un taller de periodismo literario en homenaje a los 25 años que habían transcurrido después de que Gabo recibiera el Nobel de Literatura en 1982.

La razón por la cual me había decidido a intervenir en el concurso de los periodistas latinoamericanos que serían seleccionados por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) fue por una última línea que leí en la convocatoria en aquel octubre inclemente: “en Aracataca no hay Internet y no hay agua potable”.

¿Cómo era ese pueblo que ni siquiera tenía agua potable pero sí había sido capaz de parir un Nobel de Literatura?

Todas las veces anteriores en que había intentado ganarme un cupo con la FNPI, incluso con el respaldo de medios poderosos del país, la repuesta había sido negativa, así que ahora en la casilla de medios había anotado EL JORNAL, con el convencimiento de que, nuevamente, me quedaría en el camino.

La sorpresa mayor se dio cuando en la lista de los 12 periodistas latinoamericanos elegidos estaba mi nombre. Iría, entonces, a conocer la tierra de mi más preciado escritor, del que había aprendido en El amor en los tiempos del cólera cómo se hacían las transiciones y del que había leído que en cada párrafo, como lo aconsejaba Félix Cagnet, tenía que pasar algo: un vaso que se quiebra, una mosca que aparece, un avión que se cae, etc,.

En Barranquilla, al grupo de periodistas de Brasil, Chile, España, México, Costa Rica, Argentina y Colombia, entre otros, nos esperaba un hombre vestido impecablemente de blanco, con un parecido muy cercano a Gabriel García Márquez.

Era Jaime, su hermano, un ingeniero de caminos, quien a petición de su hermano mayor ahora era director ejecutivo de la FNPI.

Durante el viaje de ocho hora en bus de Barranquilla a Aracataca, empezamos a escuchar historias que Jaime contaba de GGM y fue entonces cuando creo que todos empezamos a albergar en el silencio de nuestros corazones que quizá el maestro se aparecería en cualquier momento para interrumpir la clase que dirigía Milagros Socorro para contarnos él, de primera mano, cómo era la escuela Montessori donde había estudiado; la casa del abuelo donde había escuchado las más inesperadas historias de Tranquilinia Iguarán; entre ellas la de Alfonso Mora, y el muerto que se le había aparecido, y albergamos, también, la esperanza de que nos acompañara a la Iglesia de San José, ubicada en el centro de Aracataca, y que de paso nos llevara a la vieja casa del telegrafista, donde su padre había sido protagonista de tantas historias.

Cada vez que íbamos al centro de Aracataca, donde se respiraba ese aire de Gabriel García Márquez, que era una mezcla de orgullo, de ausencia y de nostalgia, regresábamos con la secreta esperanza de que hoy sí, en esa tarde calurosa, a 35 grados, y rodeados de almendros, el hombre de la guayabera caribe se nos aparecería para dejarnos enmudecidos con su presencia.

Conforme pasaban los días– en los que estudiábamos sus textos y conocíamos gentes en Aracataba, donde pasaba el río evocado en Macondo, y donde se daban situaciones propias del realismo mágico magistralmente evocado en Cien años de soledad–, empezamos a convencernos de que tal vez el milagro no sucediera, y que tal vez el secreto afán de conocer al escritor vivo más importante de América Latina en el siglo XX, solo fuera una quimera más alimentada al son del calor infernal de su tierra.

Y en efecto, al regreso a Barranquilla, para cerrar el taller en La Cueva, donde GGM se reunía con Álvaro Cepeda Samudio y sus cómplices para hablar de Faulkner, Hemingway y Virginia Wolf, entre otros, poco a poco íbamos aceptando que las horas se nos agotaban y que el Nobel no aparecería.

Lo esperamos, creo yo, todos con secreto entusiasmo una semana completa en Aracataca, en la que solo bastaron unas horas para comprobar aquello que GGM había dicho una vez y que sonaba a una verdad demasiado literaria para creerla: él no había inventado nada, todo estaba ahí en la realidad de su tierra, la cual daría origen a su Macondo sin fin.

Lo esperamos y nunca llegó , y fue entonces cuando comprendí lo trascendental del viaje a Aracataca: nos habíamos acercado a él a través de la esencia de un pueblo que seguía aguardando, casi un siglo después, en la estación de Macondo con sus mariposas amarillas, el eterno tren de las once de la mañana: quimera, ilusión y mito de una literatura que llevaría por siempre el sello inmortal de Gabriel García Márquez.

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Gabriel García Márquez, Nobel de literatura en 1982.

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JoséEdo-machote

El mundo según Saramago

En junio de 2005 el Nobel de Literatura visitó la Universidad Nacional de Costa Rica y tras su muerte el pasado 18 de junio, a sus 87 años, rescatamos aquella magistral conferencia en la que cautivó con su humanidad y compromiso.

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José Saramago (Foto web oficial del escritor).

José Eduardo Mora
informacion@joseeduardomora.com

Llegó impecablemente vestido como si fuera un caballero burgués.

Pantalón y corbata  grises y una camisa de mangas largas de un leve color papaya coronaban su atuendo.

Nadie hubiera podido sospechar que ese señor alto, elegante y de gruesos anteojos poco después llamaría a la indisciplina y a la insurrección, en un mundo marcado por el fracaso de la democracia.

Los jóvenes y adultos que lo escucharon en la tarde lluviosa del 23 de junio de 2005, le aplaudieron con el sentimiento de haber compartido un largo viaje por el pensamiento, pero en realidad solo había durado una hora y treinta minutos, durante los cuales el viejo Saramago evocó al hombre moderno como si estuviera atrapado en un regreso al oscurantismo de la Edad Media.

El premio Nobel de Literatura 1998 había sido convocado en la Universidad Nacional de Costa Rica para hablar de las “Humanidades en la Ciencia y en la Tecnología “, lo que solo le sirvió de pretexto para fustigar  el control que ejerce el poder económico y financiero en el mundo actual.

Desarrolló su discurso siguiendo con disimulo los apuntes escritos a mano en una  hoja de cuaderno escolar un tanto arrugada que sacó de la bolsa izquierda de su traje gris, pero ese método de orador desprevenido le bastó para ganarse la aprobación unánime de los asistentes, quienes lo aplaudieron con regocijo e incluso con agradecimiento, por su postura de intelectual comprometido.

El público lo siguió con un silencio absoluto, mientras él iba y venía por la Ilustración, los años 30, sus días de estudiante de mecánica y citaba a Umberto Eco, quien en un artículo reciente había pronosticado que el hombre será un animal muy distinto dentro de 50 años.

La solemnidad con que escuchaban su discurso, que más bien parecía una charla de un experimentado profesor, solo era interrumpida de vez en cuando por el  celular de un ejecutivo extraviado entre un público colmado de estudiantes y académicos.

Requirió, sin embargo, de varios minutos para entrar en calor con el auditorio. Lo delataba el gesto de llevarse en forma reiterada su mano derecha para rozarse el rostro recién afeitado, como si no fuera un consagrado, sino un novel escritor que apenas experimentaba los primeros encuentros con sus lectores.

“Vivimos en un mundo en el que todos somos neutrales. Nadie se compromete con nada; por eso predomina el temor, la resignación y el individualismo”, dijo mientras Pilar del Río, su compañera desde hace 19 años, lo escuchaba confundida entre el público como si fuera una admiradora más.

“El hombre es un ser social e incluso necesita que sus semejantes estén cerca para poder cometer sus crímenes”.

Para evitar la menor sospecha de que no iba a ser fiel al tema de su exposición, Saramago, nacido en Azhinaga en 1922, retornaba a ratos al objeto central de su charla.
“En el mundo hay un gran desarrollo tecnológico, pero un conocimiento científico muy superficial entre la gente.  Hay algunos, entre los que me encuentro yo, que usamos las computadoras como si fueran una máquina de escribir».

“No sabemos utilizarlas: una vez perdí 80 páginas, por eso ahora, cada página que escribo, la imprimo. Sin el papel no voy a ninguna parte. Soy un señor de otros tiempos”.

El autor de El evangelio según Jesucristo, libro por el que fue excomulgado por el Vaticano, sostuvo que la mayoría de las universidades responden a los intereses de las empresas, lo que explica el desplazamiento de las humanidades en la enseñanza contemporánea.

“Cuando estudiaba mecánica en un Instituto Profesional de Portugal por los años de 1939 y 1940, había dos materias que eran distintas a lo que se nos enseñaba, y eran literatura y francés, porque el inglés aún  no lo habían inventado”, dijo con ironía.

“Si uno vencía el temor de entrar a la biblioteca, en la que estaba un bibliotecario que tenía un rostro como de drácula, podía leer lo mejor de la literatura de entonces, y eso sucedía en un instituto profesional y no en una universidad; hoy la situación es diferente”.

En esa época, recalcó, no se insistía en la pregunta de ¿para qué sirve la literatura? o ¿para qué sirven las humanidades?
“Ya no interesa preguntarse ¿qué es el ser humano?, sino más bien, ¿para qué sirven los humanos?”, afirmó el creador de Todos los nombres.

Hoy, agregó el Nobel, y comunista confeso, se tiene la impresión de que la humanidad lo tiene todo, por el avance tecnológico que experimenta, y ese todo pasa por un mundo virtual.

Por esa razón, expresó con tono enfático, se olvidan detalles tan determinantes como abrir un libro, sentir su olor y pasar sus páginas en busca de lo que se quiere.
“Jóvenes de hoy, ¿por qué no leéis? ¿Por qué se privan de algo tan fundamental como es la lectura.  Yo creo que el buen lector nace, aunque no niego que pueda hacerse”.

Con  la tecnología y la ciencia como telón de fondo, Saramago fue hilando uno a uno los temas que lo llevaron al ciudadano del naciente siglo XXI, atrapado en las rejas de la falsa democracia que solo los convoca cada cuatro años para legitimar al poder político, económico y financiero que domina el mundo.

“Tenemos un problema mayor y es el ciudadano, porque vive en un sistema democrático en el que predomina el poder de los ricos”.
De vez en cuando, según fuera su interés en enfatizar la frase, Saramago extendía sus manos de oso y en la izquierda relucía su pequeño anillo de oro fino, símbolo del matrimonio con su compañera y traductora, la española Pilar del Río,  25 años menor que él, y a quien conoció sorpresivamente una tarde en Lisboa, por eso en su casa, en homenaje a ese encuentro, todos los relojes y a toda hora, marcan eternamente las 4 p.m., porque ese día, sostiene el viejo Nobel, su vida le cambió para siempre.

“¿Dónde está la verdad en la democracia? Nada es verdad.  A veces se cambia un gobierno por otro y nada pasa.  Se dan a lo sumo variaciones estéticas”.
“Hay una razón y es que no se puede tocar el poder real.  Acaso elegimos al presidente del Fondo Monetario Internacional o al del Banco Mundial o al de la Organización mundial del Comercio”.

En un ámbito tan convulso, consideró que los cambios experimentados en América Latina,  en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Brasil pueden ser el comienzo de una esperanza para el socialismo de la región, en un contexto en el que ciertos sectores indígenas han emergido entre las sombras.

“No está claro en qué dirección va el socialismo, lo que sí está claro es que la democracia es el gran problema y se requiere de una reinvención”.
Con esa voz pausada y con un marcado acento portugués que contaminaba cada frase de su castellano, Saramago llevó despacio pero seguro al auditorio por sus propios cauces, hasta proponerle la urgencia de apelar a la disconformidad para cortarle las alas al falso sistema democrático que prevalece en el orbe.

Tras esta afirmación, juntó sus manos y dio uno golpes leves sobre la mesa principal para recalcar que la democracia no va a ningún lado, motivo por el que es el momento de que se impulsen cambios que le den al ciudadano una verdadera participación en la sociedad.
“Por eso, y sonrío con timidez, los quiero convocar a la indisciplina, a la crítica, a confrontar nuestras razones”.

Finalizada su disertación, hubo un prolongado aplauso y cuando algunos comenzaban a moverse de sus asientos, Saramago retomó la palabra y comenzó a hablar con un entusiasmo juvenil– que contrastaba con sus 82 años– de la universidad y de la urgencia de ejercitar el pensamiento, pero cuando parecía haber alzado de nuevo el vuelo, se interrumpió bruscamente y dijo casi en un tono confidencial: “pero bueno, acabemos ya con esta homilía laica”.

Afuera caía un aguacero torrencial y tras abrirse las puertas del auditorio, los aplausos empezaron a mezclarse y a confundirse con la lluvia de junio, mientras los pensamientos de una insurrección revoloteaban en los corazones instigados por ese sacerdote ateo, alto y viejo, y un eterno enamorado de las palabras y de Pilar, y del tiempo…

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El fascinante poder del periodismo narrativo

En la era de Internet las buenas historias siempre tienen lectores ávidos de recibirlas, pero por paradoja los canales para su difusión se vuelven cada vez más difíciles y escasos.

José Eduardo Mora
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Gay Talese, es uno de los padres del Nuevo Periodismo.

“Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre”, aseguraba Tomás Eloy Martínez en su extenso artículo “El periodismo vuelve a contar historias”, en el cual conservaba la esperanza de que el relato periodístico a profundidad sobreviviría a las comunicaciones inmediatas y por lo general superficiales de la actualidad.

El periodismo escrito cada vez procura parecerse más a las maneras informales del Facebook y el Twitter para tratar de cruzar a la otra orilla y salvarse de la crisis del papel, y a menudo olvida un principio elemental que otrora lo convirtiera en una práctica imprescindible en la sociedad: su facultad para contar historias.

El reportaje a profundidad y narrado al amparo de las mejores técnicas narrativas es hoy un raro ornitorrinco en la prensa costarricense y latinoamericana, la que procura parecerse más y más a los medios audiovisuales liderados por la red.

Aunque el país no ha tenido una larga tradición del reportaje literario al estilo del Nuevo Periodismo, que con Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote, entre otros, el cual eclipsó a la prensa norteamericana en los años sesentas, hoy las posibilidades de toparse con una buena historia no es posible ni siquiera en los espacios dominicales.

En América Latina la aspiración de contar buenas historias ancladas en la realidad prevalece en países como Argentina, Perú y Colombia, pero se hace en revistas que tienen que hacer miles de malabares para sobrevivir como es el caso de Etiqueta Negra o El Mal Pensante.

Así que el panorama del periodismo narrativo, Nuevo Periodismo, Nuevo Nuevo Periodismo o Periodismo Literario, nombres con los que suele llamársele a esta modalidad del periodismo que se apropia de las técnicas literarias para acercarse a la realidad, es hoy más oscuro que nunca, aunque el entorno demande cada día maneras de acercamiento que apuesten por historias bien contadas.

¿UNA MODA?

Cuando Tom Wolfe lanzó en 1972 lo que sería una especie de manifiesto del Nuevo Periodismo, en el que anunciaba el destronamiento de la novela por parte de esa partida de “bárbaros”, los hombres de segunda clase en las letras, los periodistas que se pasaban noches y días enteros con sus fuentes con tal de sacar un dato, un detalle, un elemento que les permitiera retratar a las mil maravillas al héroe o marginado del que querían escribir, hubo una conmoción porque se les acusó de falsear la realidad.

Es decir, que un grupo de literatos e incluso un sector de la prensa tradicional estadounidense se negaba a aceptar que una historia periodística podía contarse como si fuera un cuento o que en el reportaje se pudieran incluir tantos elementos y tan dispares como se hacía en el terreno de la novela.

De modo que a Wolfe, un provocador nato, al que le encanta la polémica, le llovieron críticas y se le auguró al movimiento espontáneo del Nuevo Periodismo una vida efímera e intrascendente.

Cincuenta años después esa premonición parece hacerse realidad, no porque el Nuevo Periodismo haya fracaso en su aspiración de impulsar una revolución en las técnicas de contar en el periodismo, sino porque las buenas y largas historias ya no encuentran cabida en una prensa que en muchos casos vive de la hondura de dos párrafos y una enorme fotografía que acompaña a la noticia.

“¿Qué es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger un ejemplar de Esquire y leí un artículo que se titulaba: “Joe Louis: el Rey hecho Hombre de Edad Madura”. El trabajo no comenzaba en absoluto como el típico artículo periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de un relato breve, con una escena más bien íntima; íntima al menos según las normas periodísticas vigentes en 1962, en todo caso”, relata Wolfe en su libro El Nuevo Periodismo.

Y es que esa manera de abordar la realidad, que era propia de la novela realista, que tuvo su reinado en el ámbito literario entre 1850 y 1950, en especial en la órbita estadounidense, era de la que estaban haciendo gala esa partida de “advenedizos”, los Nuevos Periodistas como muchos gustaban de autollamarse para asombro y furia de muchos.

El panorama que prevalecía en aquellos años sesenta en las letras norteamericanas no es muy distinto del que hoy predomina: hay un descuido de lo real en las historias que se cuentan y ese torbellino también arrastra al periodismo.

El propio Wolfe respondía así a una pregunta sobre el estado de la novela y el periodismo: “A los jóvenes no les atrae la novela actual, porque no les enseña cómo es el mundo. Los novelistas deberían salir y recorrer el país. Podrían hacer como los directores de cine: habrá, como hay, películas horrorosas, pero al menos siguen interesados en salir y hacer cine sobre cosas que descubren”.

Y eso era precisamente lo que hacía el Nuevo Periodismo. Los reporteros vivían en los barrios, recorrían las calles de las ciudades, iban con frecuencia a la policía, hurgaban aquí y allá en busca de una señal, de una historia que contar y que merecía soportar la lluvia, el sol o los peligros excesivos, todo con tal de contar una realidad que estaba ahí a la espera de un buen narrador.

Eso lo hacían, en especial, los reporteros, esa especie en extinción en el periodismo actual, en el que todo se indaga por teléfono y en el que ya no es necesario, como decía la vieja guardia del periodismo, estar en el lugar de los hechos.

Ese espíritu de reportero es imprescindible para alcanzar las buenas historias y de nuevo es Wolfe el que puntualizó en una entrevista de qué se trata el asunto: “un reportero es alguien con una taza de mendigo que está esperando una contribución a la cual no tiene derecho. Pero simplemente tienes que quitarte la vergüenza y el pudor de encima y meterte en las vidas de los otros. Y estar a la merced de sus agendas y sus horarios. Y es ponerse en posición social terriblemente inferior”.

UNA HISTORIA

En la marea informativa de la actualidad, en el que las noticias se suceden como en un espiral infinito, cabe de nuevo aquella interrogante que se hiciera un historiador contemporáneo español, quien se preguntaba “¿quién ordena el mundo?”.

El periodismo narrativo sería uno de los llamados mediante sus historias a tratar de esclarecer y ordenar ese flujo informativo que genera la sensación de que hoy se comprende mejor la realidad, cuando todo apunta que los lectores se sienten en verdad cada vez más desubicados y perdidos.

Tomás Eloy Martínez, periodista siempre y escritor después, sostenía en su artículo que era necesario que el periodismo volviera a contar historias, que volviera a ordenar ese mundo de la inmediatez y el desamparo, en el que la televisión asumió el reinado a merced de un periodismo escrito confundido y debilitado.

“La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. No es por azar que, desde que introdujo la narración como estrategia, The New York Times subió su circulación, después de un primer ligero retroceso suscitado por la sorpresa de todo lenguaje nuevo”.

Lo que afirma Martínez quizá sea una constante en The New York Times, incluso en medio de la crisis que supone el modelo del papel en contraposición con el diario digital, pero no sucede en Costa Rica ni en el resto de América Latina, en donde el periodismo a profundidad, ligado a las buenas maneras de contar, está prácticamente desterrado y solo de vez en cuando aparece un náufrago con una buena historia, por la que tiene que suplicar para que le den espacio en algún diario o semanario.

A menudo sucede también que esas buenas maneras de contar se confunden con un estilo “afectado” o con un exceso de protagonismo del narrador, cuando ni una cosa ni la otra eran la esencia del Nuevo Periodismo.

“Mucha gente cree que el Nuevo Periodismo era dar tus propias opiniones, mezclarlas con la historia que estabas contando, convertir esa historia en algo personal, escribir impresiones. Para mí, jamás fue eso. De hecho, nunca utilicé la primera persona del singular, a menos que tuviera un papel en la historia. ¿Por qué voy a tener que utilizar el yo si lo único que soy es un observador? ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista?”, insistía Wolfe.

¿DÓNDE ENCONTRARLAS?

Si las buenas historias de la vida real ya no están en los periódicos, dónde encontrarlas se preguntará el lector. En el caso norteamericano todavía publicaciones como The New York Times y Washington Post son partidarios del periodismo narrativo. Revistas como The New Yorker e incluso The Vanity Fair todavía se atreven a publicar largas historias escritas por periodistas que no solo son buenos reporteros, sino también buenos escritores.

Conviene resaltar este punto, porque de nada vale un excelente material recogido por un audaz reportero, si a la hora de transponer esa realidad al papel se pierde su encanto y esencia.

Las revistas y periódicos citados son la excepción. De ahí que ante el panorama reinante en la prensa, las buenas historias tanto en Estados Unidos como en Europa se han traslado a los libros.

Eso es lo que han tenido que hacer grandes reporteros, quienes han recurrido al libro para poder contar sus historias.

Entre ellos sobresale el caso de Ryszard Kapucinski, quien fuera toda su vida reportero de la agencia polaca de prensa, pero que paralelamente acumulaba sus notas en cuadernos, lo que le permitió publicar varios textos, entre los que destacan dos extraordinarios libros: Ébano, quizá el mejor de toda su producción, y El Imperio.

En los Cinco Sentidos del Periodista, un libro breve, Kapucinski explicaba cómo el estar muy atento en su largo peregrinar por África y América Latina le ayudó a construir sus historias.

El hecho de que las buenas historias de los buenos periodistas hayan tenido que trasladarse al formato del libro, dado que en los diarios y revistas no tienen mayores opciones de publicarse, no evidencia el que aquel torbellino de bárbaros del Nuevo Periodismo fueran una moda, sino que la inmediatez y la superficialidad son, ante todo, la marca que define los tiempos actuales del periodismo.

UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD

A pesar de que las historias están ahí en los barrios, en las esquinas, en el bulevar, en los bares de mala muerte, en la barra de la Asamblea Legislativa, en las graderías de los estadios vacíos, la pregunta que surge es si el periodismo literario-narrativo podrá tener una segunda oportunidad en las publicaciones de los diarios y en las pocas revistas que sobreviven en la actualidad, habida cuenta de que la inmediatez y lo audiovisual son los elementos que prevalecen en el panorama noticioso.

La necesidad humana de que le cuenten historias sigue intacta desde tiempos inmemoriales y tras la invención de la imprenta y la explosión de los diarios baratos, con la prensa del penique, se vivieron tiempos heroicos e inolvidables, dado que las extensas historias tenían su lugar. Y esta necesidad, a diferencia de casi todo lo contemporáneo, no pasa de moda en unos cuántos días.

Mientras esa necesidad de trascendencia de lo circunstancial permanezca latente, una buena historia siempre tendrá una oportunidad según Martínez, para quien el acto de la narración lleva implícita maneras de explicar mejor el mundo.

“Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: ‘Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca’. Un relato, según White, siempre se puede traducir ‘sin menoscabo esencial’, a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gnâ, conocimiento”, apuntaba Martínez.

El autor de Santa Evita añade que “el periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas.

“Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del Decamerón de Boccaccio que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas Nickleby de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos”.

Y es que la esencia con que nació el periodismo fue la contar historias, ni la evolución a la pirámide invertida, ni la inmediatez, pueden cercenar ese origen tan humano de un género como el periodismo, que hoy se debate entre los “tuits” y los insulsos comentarios de Facebook, y olvida que otrora por sus páginas desfilaron historias memorables.

Las historias periodísticas hacen, como insiste Martínez, que “el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo”.

La realidad sigue ahí: intacta. En espera de que un buen reportero, o un novelista, que se quiera pasar a la “no ficción, como en su momento lo hiciera Truman Capote con A sangre fría, saque su libreta, su lapicero, y esté dispuesto a vencer las inclemencias y las miserias con tal de retratar las múltiples historias que a diario pasan por el tamiz de la vida y que se pierden raudas en el silencio del tiempo.

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