Ningún texto debe publicarse si antes no ha sido revisado por un editor

(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 28 DE MAYO, 2017). Alex Grijelmo afirma y muestra en su libro El estilo del periodista que todo texto es susceptible de ser editado.

No importa si el texto será utilizado para el envío de un correo electrónico, publicarlo en Facebook, en un blog, en un medio impreso o digital, o incluso en una correspondencia privada: debe pasar por el tamiz de la edición.

De esta manera, se infiere que todo texto no solo debe ser revisado por un editor con experiencia y capacitado, sino que nadie se salva de pasar por este filtro: ni siquiera Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier o el propio Gabriel García Márquez.

Precisamente de este último se ha publicado una nota en la que se da cuenta de siete capítulos de Cien años de soledad que andaban desperdigados por el mundo, y que fueron publicados antes de 1967, fecha en que salió la novela en Argentina.

El investigador y autor de la nota, Álvaro Santana, demuestra cómo García Márquez publicaba y según le parecía a él y a algunos lectores privilegiados el texto, hacía cambios que en muchos casos era sustituir una palabra o incluso suprimir un párrafo completo. O darle un ritmo diferente a la frase.

El ejercicio no es ni más ni menos que el arte de la edición, sin el cual los textos muestran, por lo general, muchos errores.

Hoy en que los periódicos, las revistas, los sitios web e incluso los libros han prescindido de la edición, se nota a leguas la necesidad de que los textos en dichos medios pasen por ese tamiz.

La edición, por lo tanto, no es un lujo. Es un paso de suma relevancia a la hora de publicar. Hay que volver a la edición. En los próximos textos puntualizaremos elementos clave de esta práctica.

 

 

 

Libros para contar la historia de la organización y fortalecer la marca

(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 21 DE MAYO, 2017).  Las historias de las empresas cobran cada vez más relevancia como un mecanismo para reafirmar las marcas.

De esta manera, han proliferado en los últimos años las historias de cómo se construyeron las empresas, con el objetivo de que esta sirva para crear conciencia de la valía de la organización. Y ello se ha hecho por medio de libros y memorias.

Los libros empresariales se pueden distribuir por dos canales: los impresos y los digitales y favorecen la imagen de la organización, puesto que ponen en perspectiva los momentos difíciles, las salidas ingeniosas y, en fin, la forma en que la empresa ha sabido sortear los tiempos para imponerse en su respectivo nicho.

El contar la historia de la organización social, deportiva, empresarial es una magnífica idea para reconstruir, para el presente y el futuro, ese pasado que explica cómo creció la organización.

Si tiene interés en contar la historia de su organización o empresa,  comuníquese por medio de nuestro correo: informacion@joseeduardomora.com o el WhatsApp: 8713-684.

 

 

Ser un buen lector es imprescidible para redactar bien

 

De la serie: cómo mejorar nuestra redacción

(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 08 DE MAYO-2017). En Costa Rica existe una especie de epidemia relacionada con la redacción deficiente que exhiben a diario periodistas, abogados, maestros, profesores y estudiantes, y el mal, como lo decía Ignacio Bosque, de la Real Academia de la Lengua, siempre apunta a un hábito de lectura inexistente.

El tema, que parece obvio, en realidad no lo es. Y prueba de ello es que el escritor  español David Trueba dedicaba un artículo a dicho asunto, ante la constatación de que muchos de sus colegas son pobres lectores.

Todos los consejos para escribir conducen al mismo río: primero hay que ser un lector voraz, para luego intentar articular historias en los diferentes géneros. Y lo mismo sucede con la redacción a un nivel básico: si quien pretende redactar bien no lee, difícilmente alcanzará una escritura con corrección.

Un buen lector, aconsejaba a sus alumnos el escritor y periodista Carlos Morales, debe leerse al menos un libro por semana. Y el escritor español Fernando Sánchez Dragó iba aún más lejos: sostenía hace poco, que él en promedio se leía 500 libros al año.

No vamos a ser tan exigentes. Con que usted se lea un artículo al día y un libro al mes, es un comienzo aceptable que rendirá frutos en su afán de mejorar su escritura.

¿Por qué se insiste tanto en este principio de la lectura? Porque la lectura permite mejorar la sintaxis, la puntuación, la precisión, las estructuras, en fin, todo lo que tenga relación con la gramática, y es un aprendizaje que se realiza desde la creatividad, al internarse el lector en mil y una historias.

Así que el primer paso para mejorar la redacción es empezar a leer con una pasión insaciable y  un apetito voraz, es decir, hay que convertirse en una rata de biblioteca.

 

 

 

El placer de la lectura según Harold Bloom

 

Con un breve pero profundo ideario, el autor estadounidense ilumina el camino de la lectura

 

 (07 DE MAYO, 2017-). Harold Bloom, el crítico literario más relevante en los últimos 40 años en Estados Unidos, considera que la “lectura es la búsqueda de un placer difícil” y sobre este paradigma ha elaborado un esbozo del lector ideal para renovar la forma en que se lee.

Irreverente, polemista, profesor emérito de la Universidad de Yale, a sus 87 años, es todavía una conciencia que agita, ahora desde las sombras, debates sobre el rumbo de los estudios literarios y la función en cuanto al pensamiento que deben cumplir las universidades.

Desde niño fue un lector precoz y voraz, y a través de sus libros, entre ellos El canon Occidental; Shakespeare: la invención de lo humano; La anatomía de la influencia, la literatura como modo de vida; ¿Dónde se encuentra la sabiduría, y Cómo leer  y por qué, ha ido dejando pistas sobre el valor de la lectura como ejercicio del pensamiento profundo y lineal.

Heredero de los clásicos y románticos críticos ingleses, en especial Samuel Johnson y William Hazlitt, y nacido el 11 de julio de 1930, Bloom ve en la lectura un camino para que el individuo sea capaz de “juzgar y opinar” por sí mismo, lo que con la irrupción de Internet se ha ido perdiendo, según Nicholas Carr, quien en su libro: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, ha enfatizado los procesos de enajenación del pensamiento ante el poder de las tecnologías actuales.

La lectura, para nuestro autor, es un principio para interactuar con “la alteridad” propia o ajena, y es el más saludable placer “desde el punto de vista espiritual”.

“Leemos no solo porque nos es imposible conocer a toda la gente que quisiéramos, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la falta de comprensión y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional”.

Para que ese “placer difícil” tome sentido y se convierta en parte activa de la existencia del lector ideal que perfila en Cómo leer y por qué y en varios de sus libros, dado que la crítica literaria forma parte de ese quehacer, es necesario desarrollarla “como una disciplina implícita”, es decir, mediante un modelo personal e intransferible.

¿Se puede enseñar a leer?, se pregunta Bloom con Virginia Woolf, y asegura con ironía que el mejor consejo es no aceptar consejos, pero acto seguido advierte que, mientras “uno no llegue a ser uno mismo”, no estaría de más escuchar a los más sabios en el arte de leer, práctica que se disparó tras la aparición de la imprenta de Gutenberg en 1439, que cambiaría de una vez y para siempre el curso de la humanidad.

Para este crítico literario, hoy longevo y cansado, “leemos para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses”.

De ahí que participe de la idea de Francis Bacon sobre el cultivo de la lectura: “No leais para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o disertación, sino para sopesar y reflexionar”.

Esa reflexión y ese sopesar se han visto afectados con la irrupción de las nuevas tecnologías, como sucedió en los años cincuenta con la televisión cuando se consolidó como medio.

“La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tenernos que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura”.

En ese sentido, “los placeres de la lectura son más egoístas que sociales”, porque “uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente”. A partir de este punto, Bloom rechaza que la lectura personal tenga relación directa con el bien común, pero en sus principios luego se dejará arrastrar por ese halo de romanticismo de lo que alguna vez representó el “intelectual” para la sociedad.

Para Bloom, cuyo canon occidental todavía hoy despierta polémicas, y en el que marginó, como suele hacerlo, a los autores latinoamericanos, todo comienza y termina en Sheakespeare, cuyo Hamlet o Rey Lear, son capaces de ir hasta las más hondas profundidades del ser.

“Cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante ellas es la del pasmo. Cómo pudo existir no lo sé, y después de dos décadas de dar clases casi exclusivamente sobre él, el enigma me parece insoluble”, asegura en La Invención de lo humano.

Para tener una idea de la “bardolatría” de Bloom, basta con solo asomarse a la visión que tiene de Hamlet, el único personaje, sostiene, que es capaz de competir con sus tres precursores de su personalidad: “el Yahweh del Escritor J (el más antiguo escritor del Génesis, Éxodo, Números), el Jesús del Evangelio de Marcos y el Alá del Corán”.

Leído lo anterior, ya nadie se escandalizará, cuando Bloom, afirma: “Una cultura universitaria en la que la apreciación de la ropa interior de la cultura victoriana sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning, recuerda las vitriólicas satíricas de Nathanael West, pero no es más que la norma. Una consecuencia involuntaria de esa ‘poética cultural’ es que no puede surgir un nuevo Nathanael West , pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia”.

 

PRINCIPIOS PARA LEER

 

En su recorrido por autores de su predilección, Bloom esboza lo que son sus principios para renovar la forma de leer. El primero es: Límpiate la mente de tópicos, entendido aquí tópicos como lugar común, dado que la traducción está un poco estirada. Hay, considera, que despejar el camino y alejarse de esos conceptos “pseudointelectuales” que obstaculizan la lectura y que en muchos casos hasta son propiciados en los campos universitarios.

El segundo principio es el siguiente: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni con el modo en lo que lo lees. Reafirma aquí esa visión de que la lectura es un acto individual que tiene como aspiración suprema fortalecer la “personalidad”.

“El fortalecimiento de la propia personalidad ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay una ética de la lectura”.

El tercer principio parece, no obstante, contradecir el primero y el segundo: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres.

La idea de este principio tiene reminiscencias del pensamiento de Emerson, admite, y explica: “No hay por qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta, porque, si uno llega a ser un lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás”.

Y remata: “Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres y los hombres cultivados”.

El cuarto principio evoca la acción a la que llama cualquier lectura profunda a la que se aspire: Para leer bien hay que ser inventor. Y es de nuevo Emerson el que agita la flama en este punto.

Es el misreading de Bloom,  traducido como lectura desviada, y que tantos dolores de cabeza le ha generado a lo largo de su vida.

“La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente y no sobreviene sin años de lectura profunda”.

La recuperación de lo irónico es el quinto principio para la renovación de la lectura, pero a esta altura, ya el autor admite su escepticismo, el mismo que ha lastrado la propia enseñanza universitaria producto de las modas.

“…enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado”.

En un mundo en el que sobreabunda la información, el viejo profesor de Yale, después de compartir sus principios para renovar la lectura, expresa: “No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial para que leamos. A la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría?

El gran arte de narrar de Ferdinand von Schirach

 

Sobrio. Contundente. Verosímil. El autor sacudió las letras alemanas hace ocho años y no ha dejado de agitarlas 

 

Es un animal de una especie en extinción. Es un narrador nato. Se diría que nació para contar, pero lo suyo ha sido el derecho penal, que le ha servido de marco de referencia para publicar sus libros.

Crímenes, su primer libro, apareció en 2009 en Alemania y causó una conmoción: por las historias, por la forma sobria y brutal de narrar. Da la impresión de que Ferdinand Von Schirach se saca de las entrañas cada palabra. ¿Cómo puede un abogado de toda la vida escribir tan bien? Letrados se llamaban hace muchos años. Schirach hace honor a ese pasado, pulverizado en el presente por abogados semianalfabetos.

Su primer libro son apenas 11 historias. Es abrumadora la forma que envuelve a cada caso. La atmósfera de cada relato se respira y se siente en la piel. Es tan grande la magia de narrar del autor, que todo parece tan sencillo, como sentarse a escribir y que el texto fluya con la naturalidad que sabemos no existe ni existirá. El arte de narrar depende de la técnica y esta no se improvisa ni se compra en la esquina del barrio, ni en los salones por los que se pasean los pseudoescritores que tanto pululan por presentaciones y agasajos.

Lo de Ferdinan Von Schirach es un arte mayor. Como todo artista, en las entrevistas que ha dado, no sabe explicar bien cómo ha podido dominar con tanta maestría ese arte. Eso es lo de menos. Lo que interesa es que el autor, nacido en Múnich en 1964, ha convertido en oro unos archivos que en manos de un principiante o en un simple abogado hubieran terminado sepultados en los anaqueles judiciales.

El, en cambio, ha sacado a relucir en esas historias toda la grandeza y la miseria del ser humano. Son historias basadas en hechos reales, detrás de las cuales hay un ejercicio de escritura que debería ser motivo de lectura en las facultades de derecho y periodismo de Costa Rica. En cambio, entiendo, que los primeros leen cada vez menos y los segundos se inclinan por los semióticos.

Crímenes abre con un relato demoledor. Tras su lectura, uno queda como el boxeador que ha perdido por nocaut y que para saber sobre lo sucedido lee la crónica en el periódico del día posterior.

Fähner– un médico reputado durante toda su vida y un hombre que jamás ha cometido una infracción, y que en su consultorio en Rottweil, ciudad ubicada en Baden-Württemberg, ha dado muestras de humanidad al atender, como su padre, también médico, a muchas generaciones y familias de la localidad– se ve de pronto con las manos manchadas de sangre.

El hombre sencillo que encontró en la jardinería una pasión y un motivo para salir de casa, estalla una mañana de septiembre contra Ingrid, su esposa, que lleva no menos de 40 años de reproches, insultos y desatinos contra él.

Le había jurado cuidarla para siempre en una mañana calurosa en El Cairo, a donde la joven pareja viajó para festejar su unión. Ese juramento lo mantuvo prisionero sin posibilidades de escape, hasta que esa mañana el médico que cultivaba manzanos, pierde la batalla emocional y con el hacha de su huerto le partió el cráneo en dos. Este hachazo fue mortal, pero la furia de Fähner no se detuvo hasta que le propinó 17 hachazos más.

Cuando ella abrió la puerta, Fähner cogió el hacha de la pared sin pronunciar palabra. Era de fabricación sueca, hecha a mano, estaba engrasada y sin una mota de óxido. Ingrid se quedó muda. Él todavía llevaba puestos los gruesos guantes de jardinero. Ella no apartaba los ojos del hacha. No retrocedió. Ya el primer hachazo, que le seccionó la bóveda craneal, resultó mortal. El hacha penetró con esquirlas en el hueso hasta el cerebro, el filo le partió la cara en dos. Antes de caer al suelo ya estaba muerta. A Fähner le costó trabajo sacar el hacha del cráneo, tuvo que apoyar el pie en el cuello de ella. Con dos fuertes hachazos separó la cabeza del tronco. El forense consignaría otros diecisiete hachazos, los que Fähner necesito para cortar brazos y piernas.

El apacible médico y lector de ciencia ficción, literatura a la que se había aficionado para escapar de las agresiones verbales de su esposa, y de las que estaba enterado todo el pueblo, había roto, como aceptó ante el tribunal que lo condenó, su promesa de cuidarla para siempre: pasara lo que pasara.

El relato, que se abre paso entre los hechos, no tiene una sola gota de morbo. Es un estilo consumado de un escritor primerizo.

En las diez historias que siguen, se mantiene la contundencia, la capacidad de observación y narración de este letrado llamado Ferdinand Von Schirach.

Ladrones, drogadictos, timadores e incluso ancianos en situaciones especiales: el ser humano, nos recuerda el autor, sigue siendo ese ser camaleónico capaz de vender a su propia madre para salvar su piel. Y lo conmovedor es que a lo largo de las historias, Schirach va dejando claro que esa cruz no es solo de gente de baja calaña. No, es la misma condición humana la que reluce con sus sombras y abismos.

 

CULPA Y SU PRIMERA NOVELA

 

La continuación de los relatos basados en hechos reales aparecería un año después (en 2010 en Alemania, 2012 en España) con el título de Culpa, bajo el cual se agruparon 15 historias.

Mantiene Schirach la pluma salvaje, brillante y lúcida del primer volumen.

La técnica es la misma: partir de los más de 700 casos en los que ha actuado como abogado defensor en procesos criminales,  y de los que ha extraído oro puro.

El ejercicio, podría decirse, está al alcance de cualquiera con acceso a expedientes judiciales, no obstante, la maestría en narrar, en elegir el detalle, la analogía, la metáfora y la estructura que llevará al lector por rumbos y meandros a su antojo, requiere de un don y de una técnica. Lo suyo es un arte exquisito. Da la impresión de que el ejercicio de la abogacía solo fue una larga preparación para desembocar en su vocación primera: el arte de narrar.

Tras el abrumador éxito de Crímenes y Culpa, ambos volúmenes traducidos a unos quince idiomas cada uno, Schirach se aventuró en la ficción pura con El caso Collini, una novela sostenida sobre bases jurídicas en la que de nuevo evoca su nítido y contundente arte de narrar.

La novela, publicada en 2011, desató una extensa polémica en Alemania, al apuntar a la prescripción de los delitos cometidos por los nazis. Ello obligó al Ministerio de Justicia a que creara una comisión para que investigara al pasado nacionalsocialista en dicho ente.

, solo que este se nota y se disfruta más en los relatos.

Schirach es nieto del líder nazi Baldur Von Schirach, condenado en los juicios de Nuremberg a 20 años de cárcel por crímenes contra la humanidad. Ese pasado de su familia nazi no lo esconde, pero el autor sostiene que no puede cargar con culpas ajenas.

Con El caso Collini, de nuevo, despliega Schirach su exquisitez en el arte de narrar, aunque su estilo se disfruta más en los relatos, por la propia naturaleza de estos y por su intensidad.

Frío. Contundente. Verosímil. Hasta los silencios tienen en el autor una honda significación. Con una plasticidad hemingwayniana y una voz propia: Ferdinand Von Schirach es un extraño espécimen de las letras alemanas de hoy. Grande es su arte de narrar.

 

*El autor es Máster en Literatura.